Aquel lejano mundo rural, inundado de un paisaje hermoso, con volcanes nevados que invitaban a la contemplación, en una época que las distancias y los tiempos no apremiaban, se transformó radicalmente. El Ecuador pasó a ser otro. Más que duplicó su población en apenas cuatro décadas. En un estado con las carencias arrastradas desde épocas pasadas, aquello significó un cambio sustancial. Las ciudades crecieron, los sectores medios se expandieron, con ello advino la presión sobre la vivienda y el transporte, lo cual modificó en forma definitiva el paisaje urbano. Las aglomeraciones, los líos del tráfico, alteraron el humor de los habitantes; y, aquellas ciudades pequeñas y apacibles, en que las fiestas se celebraban con los amigos del barrio, sólo quedan en la memoria, desaparecieron quizás para siempre. Su conformación es otra. La migración interna impuso otros vecinos extraños. Cada quien inmerso en su gesta diaria, está de espaldas al otro, la charla y la conversación pasaron a ser asuntos de antaño. El día a día nos consume, nos agota. No hay tiempo para conmiseraciones.
Es el país de los actuales momentos. No se puede decir si es mejor o peor que el que conocimos de jóvenes. Simplemente es diferente y con otras particularidades. Lo que sí estamos en capacidad de hacer es reflexionar sobre las condiciones de ahora, analizar las variables que condicionarán su futuro y buscar soluciones adecuadas para que los días por venir encuentren un espacio más agradable, que no se destruyan las cosas buenas, que las presiones del mundo moderno no trastornen más el entorno y que las exigencias del desarrollo vayan de la mano con la necesidad de conservar las bellezas naturales.
Tanto en lo físico como en lo humano nuestras preocupaciones deben dirigirse hacia la nación del futuro, en el que se desenvolverán las nuevas generaciones, a fin que tengan los insumos mínimos para hacer un espacio del que se sientan orgullosos y se realicen a cabalidad como seres humanos. Que sean libres para tomar sus propias decisiones, respetuosos del que piense diferente, conscientes que por más que parezca no existen iluminados que les priven de la tarea de construir sus propios destinos.
Quizá las generaciones actuales no tuvimos la capacidad de valorar en su real dimensión el país que heredamos y tenemos gran responsabilidad en el daño que se le ha hecho. De ahí la necesidad imperiosa de no repetir errores del pasado, aprender de ellos para trazar nuevas rutas y construir una sociedad con buenos estándares de bienestar, sin que se tenga que resignar libertades. La tarea es enorme pero, ventajosamente, como se puede apreciar en lo que se ve, escucha y se lee, hay hombres y mujeres, desde los más diversos espacios, empeñados en llevarla a cabo. Razón de sobra para que no nos invada ni nos gane el desaliento.