¡Viva el amor libre!

Hacia 1970, en los bulliciosos salones que rodeaban a la Universidad Central, el telón de fondo de todas las conversaciones era la revolución social. Pero había tres temas puntuales que instalaban de inmediato la discusión entre curuchupas e izquierdistas: la existencia de Dios, la marihuana y el amor libre.

Como algunos de los compañeros de Sociología habíamos pasado por colegios religiosos, teníamos fresca la huella represiva que dejara esa educación en nuestros cerebros adolescentes, de modo que rebelarse contra Dios como símbolo máximo del poder omnímodo era un punto clave de la agenda. Todos teníamos claro que el mejor camino hacia el agnosticismo era haber tenido que soportar rezos, vigilancia y misa diaria, aunque alguien replicara que la Iglesia estaba cambiando y se explayara con la flamante teología de la liberación.Que la estructura jerárquica no iba a cambiar jamás, brincaba un tercero. Y para no repetir lo del opio del pueblo, citaba a Borges: la teología es una rama de la literatura fantástica.

Ante la religión, la marihuana era un tema novedoso que venía mezclado con la atmósfera sensual de los conciertos de rock y la rebelión hippie contra el puritanismo, pero nadie soñaba con plantear su legalización. Menos aún cuando los militantes dogmáticos de izquierda coincidían con la Policía al catalogarla como un vicio burgués y decadente. De modo que fumarse un pito era como desafiar a Dios y al diablo, lo que nos lleva de la oreja al tercer tema.

A primera vista, el amor libre es lo que practica el perro Segismundo del Presidente de la República. En realidad, esa conducta ‘hedonista’ está determinada por el instinto de reproducción; el placer que obtiene es un gancho de la naturaleza para incitarlo a transmitir sus genes. Desligar el placer sexual de la mera procreación fue parte importante de la revolución cultural de los años 60, cuando aún quedaban señoras beatas que repetían en el lecho conyugal: ‘No es por vicio, no es por fornicio, es por hacer un hijo en tu santo servicio’.

En aquellos días, la palabra ‘libre’ significaba, para las mujeres, liberarse de la obligación de llegar vírgenes al matrimonio, ese santuario del machismo cuyos valores patriarcales eran socavados por la píldora anticonceptiva, la asistencia femenina a la universidad, el arte, la mochila y libros como ‘El segundo sexo’ y ‘La muerte de la familia’, de David Cooper.

Que 45 años después volvamos a discutir lo mismo es enfermizo. Pero aquí estamos, a fojas uno, invocando el nombre de Dios en la Constitución e imponiendo los valores curuchupas a la vida sexual. Así, mientras en el Uruguay de Mujica se legalizan el aborto y la hierba para el consumo hedonista, en estas tierras desalmadas cualquier pobre muchacha que ha sido violada y preñada por tres delincuentes debe cargar esa cruz por el resto de su vida para que los patriarcas verdes y socialcristianos duerman en paz. Amén.

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