Por primera vez en diez años, los resultados electorales presidenciales 2017 pusieron al descubierto la división política que encarna Ecuador. Un 48,85% de electores votaron en contra del actual modelo de Gobierno.
En un sistema democrático eso debería ser bien recibido tanto por ese 48,85%, como por el otro 51,15% que está de acuerdo con la denominada Revolución Ciudadana.
El contrapeso político es indispensable porque evita que las decisiones se tomen con base en un pensamiento único, totalitario. Y, consecuentemente, hace que esas mismas decisiones se enriquezcan del debate y el desacuerdo.
Una oposición seria es necesaria para establecer límites al poder establecido, para hacer una veeduría de lo público; el uso de recursos y bienes del Estado.
Sin embargo, para que eso sea una realidad hace falta de la voluntad y el compromiso de ambas partes.
El Gobierno debe establecer canales de diálogo que estén siempre abiertos a todos los actores que piensen diferente. Pero no solamente como un ejercicio para ganar tiempo durante los primeros días de administración y evitar que la oposición sea una piedra en el zapato en las calles, con manifestaciones y protestas.
Todo lo contrario, el nuevo Régimen debe mostrar una voluntad política real. Esto implica considerar en su ruta de trabajo los otros puntos de vista.
La oposición, en cambio, debe convertirse en ese canal a través del cual se pueda transmitir las necesidades, aspiraciones, críticas de quienes votaron en contra del oficialismo. Pero sobre todo las propuestas que puedan contribuir a la gestión del Gobierno.
De nada sirve una oposición estéril, que no pueda ir más allá de las quejas, los comunicados públicos o las concentraciones populares. O que impida la unidad de los distintos sectores, por los problemas personales e intereses particulares que puedan existir entre sus principales líderes políticos.