El sino fatal de los terremotos y los desastres naturales es, en el Ecuador, otra crónica de una tragedia anunciada. Mil veces anunciada.
Vivimos en una tierra de naturaleza fecunda y feraz, rodeados de volcanes y correntosos ríos. El paisaje conmovedor tiene el precio de una marca inevitable.
Cuando todavía no se conjura del todo el miedo del volcán Cotopaxi y con el Reventador, El Tungurahua, el Sangay , siempre alertas, llega el terremoto.
La historia sísmica del país registra con frecuencia grandes cataclismos con miles de muertos. Ibarra y Ambato, los más fatales y antes, Riobamba. En 1906 hubo un gran movimiento frente a las costas de Esmeraldas. Los estragos fueron de bajo registro pero el movimiento fue grande.
Siempre se ha recordado que la zona de Pedernales, Jama y Bahía de Caráquez es extremadamente sensible. Siempre vivimos esperando la gran conflagración telúrica y sus mortales estragos con la huella del dolor y la destrucción.
Más acá, en la serranía, sabemos de la vulnerabilidad de la geografía. Recuerdan nuestros mayores el dolor de Ambato y sus alrededores. Vuelve la imagen aterradora del 5 de marzo de 1987, con al menos 1 000 muertos, con destrucción patrimonial en Quito y el oleoducto fracturado.
Cuando los terremotos de Chile y Haití, los medios de prensa clamamos por reforzar estructuras constructivas. Se mejoraron las normas técnicas y ordenanzas pero no sabemos con certeza si se cumplen.
El susto del sábado y las réplicas subsiguientes nos devuelven a la urgencia de la prevención. Con un sismo mayor, el 60% de la construcciones de Quito se vendrían al suelo, advierten los expertos.
Tenemos que empezar un plan de revisión de cuarteles de policías, bomberos, militares, hospitales, escuelas y coliseos. Todos los recintos que deben operar al 100% en distintos momentos (rescates, heridos, albergues, etc.).
Tenemos que reforzar también la prevención eficaz y sosegada, pero que permita salvar vidas en momentos críticos.
Las pérdidas del sábado 16 en Manabí, Esmeraldas, Guayas y Los Ríos son por ahora incalculables. El Presidente estimó, a priori, unos USD 3 000 millones.
La reconstrucción tardará tiempo y costará dinero y hasta nuevo endeudamiento.
Ahora preguntamos si los fondos tan denostados no hubiesen sido muy útiles. En Chile salieron adelante de los grandes estragos de los terremotos por ese sentido del ahorro y la prevención. Ahora que la crisis asedia, acaso por la concepción de un modelo de gasto público con el Estado como eje y el crecimiento de la burocracia, la deuda fuerte, especialmente con China y la crisis de precios del petróleo, añoramos esos fondos. No son los ‘ahorritos’ ni los sueños de opio de los contadores. No.
La contingencia a la que podemos acudir igual cuesta dinero y los impuestos nuevos se licuarán en un déficit que, por la crisis, no se sabe hasta cuánto llegará.