Sociedad civil en emergencia

El terremoto de Manabí acaba de evidenciar, por enésima vez, uno de los más graves problemas estructurales del país: la concentración política y geográfica del poder.

La lenta reacción del Gobierno central desnudó la inequidad de un Estado operado desde la centralidad burocrática. La debilidad institucional se incrementa en proporción directa a la lejanía física de los centros de poder político. Pueblos enteros dependen hoy de la buena voluntad y de las acciones dispuestas desde una distante y ajena capital de la República.

El desarrollo de las potencialidades locales, por el que tanto se abogó desde las agendas de izquierda, quedó sepultado bajo las conveniencias utilitarias del híper presidencialismo. El manejo de la emergencia, por ejemplo, no ha sido encargado a las principales autoridades locales, como correspondería; ha sido retaceado entre funcionarios del poder central. ¿Desconfianza, arrogancia tecnocrática, desdén por un supuesto provincianismo de los gobernadores?

Por otra parte, la omnipotencia del Estado impuesta por el correísmo ha derivado en un crónico debilitamiento de la sociedad. La desbordante solidaridad ciudadana no ha pasado de ser un acto heroico, comprometido, desinteresado, pero demasiado espontáneo. Sin lógicas comunitarias y sin organizaciones sociales fuertes, la ayuda se dispersa, se diluye, se desperdicia.

La sociedad civil ecuatoriana lleva una década en estado de emergencia. Sistemáticamente, el régimen ha menospreciado la capacidad y la iniciativa de los movimientos sociales, ha propiciado la sumisión ciudadana y el clientelismo, ha abjurado de la autonomía de las organizaciones de base. Hoy, en el peor escenario imaginado, tiene que pasar el trago amargo de semejante desacierto. ¿Con quién quiere el Gobierno emprender el largo y laborioso proceso de reconstrucción, que es lo verdaderamente difícil luego de las catástrofes naturales? ¿Cómo piensa tender puentes con organizaciones sociales a las que ha perseguido y denigrado, y que hoy son fundamentales para desarrollar una estrategia coordinada y, sobre todo, participativa? ¿Quiere reducir a los damnificados a receptores pasivos y complacientes de la caridad oficial?

Si alguien todavía alberga dudas respecto del carácter vertical y excluyente del régimen, puede revisar las recientes declaraciones de Correa en el Vaticano. Su reivindicación de una política sin sociedad civil nos retrotrae a los parajes más recalcitrantes de la vieja partidocracia. Es una cínica renegación de las luchas y propuestas de aquellos movimientos sociales que hicieron posible su acceso al poder. Es, en esencia, una concepción completamente arcaica y antidemocrática de la política.

El Presidente está obligado a recapacitar. La dolorosa situación que vive el país se lo exige.

Columnista invitado

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