Entre los “Caprichos” que Goya produjo en 1799, hay uno que suele perturbarme con frecuencia: representa un joven sentado ante una mesa, en cuyo tablero ha apoyado sus brazos recogidos para dormir sobre ellos. En el aire, extrañas aves que evocan la figura de los murciélagos, pero en dimensiones ampliadas, parecen desprenderse de la conciencia del durmiente y colmar el espacio de su sueño. Buen hijo de la Ilustración, Goya puso a este grabado un título que es al mismo tiempo una declaración y una condena: “El sueño de la Razón produce monstruos”. Una explicación de aquella imagen se encuentra en el llamado “Manuscrito de El Prado”, en una de cuyas páginas se lee esto: “La fantasía abandonada de la Razón produce monstruos imposibles; unida a ella, es madre de las artes y origen de las maravillas”. Según estas palabras, razón y fantasía no se encuentran opuestas, como muchos han creído: al contrario, para alcanzar las maravillas del arte hace falta que ambas vayan juntas, otorgándose mutuamente sus virtudes para conducir al ser humano hacia la realización plena de su propia naturaleza.
En 1938, 139 años después de Goya, Edmund Husserl pronunció en Viena y Praga, unas conferencias que resumían las últimas formas que adoptó su pensamiento, sin saber que en ellas estaba expresando también su testamento intelectual. Creador de la fenomenología, de cuyo tronco nacieron las más importantes corrientes del pensamiento contemporáneo, Husserl es un buen ejemplo de la postrera vigencia del racionalismo ilustrado: después de haber llevado a cabo una carrera académica que comenzó en la lógica y desarrolló lúcidas reflexiones sobre el razonamiento matemático, al final de sus días había encontrado en las experiencias políticas de su tiempo la más clara demostración de que la Razón occidental no es absoluta: bajo la agresiva oratoria del Führer, el Tercer Imperio Alemán que él había creado se preparaba ya para lanzarse sobre Europa, alimentando el sueño de un dominio que aspiraba a durar mil años, mientras los “campos de trabajo” se multiplicaban repletos ya de comunistas y judíos. Por eso Husserl dijo en sus conferencias que la crisis europea tenía sus raíces en los albores de la modernidad, cuando Descartes, Galileo y Newton elevaron la Razón a un nivel jamás alcanzado hasta entonces y redujeron la realidad a lo visible y cuantificable. Desde entonces, sentenció el filósofo, las disciplinas especializadas iniciaron una loca carrera para acumular cada vez más saber sobre objetos cada vez más limitados, y olvidaron el “mundo de la vida” (die Lebenswelt). O sea, invirtieron poco a poco la pesadilla de Goya.
¿Qué sentido puede tener entonces una reforma de la educación superior que ha excluido a las humanidades y se empeña en el desarrollo de las ciencias de la naturaleza y la tecnología bajo la tutela extranjera, para alcanzar mayores rendimientos económicos? ¿Se trata de tomar precisamente el camino contrario al “mundo de la vida”? ¿No han servido de nada los desastres de la Razón enloquecida?
Fernando Tinajero / ftinajero@elcomercio.org