París, mayo de 1968. Subiendo desde el río por la rue Monsieur le Prince, el viajero llega a la pequeña plaza donde se encuentra emplazado el Odeón, “teatro de Francia”, como dice la inscripción que está inscrita en el frontispicio. Los actores, actrices, directores, tramoyistas, iluminadores, decoradores y más miembros del personal de planta, han colgado al frente un enorme cartel pintado en tela, cuyo texto dice así: “Cuando la Asamblea Nacional se ha convertido en un teatro, el Teatro debe ser asamblea nacional”. El uso de mayúsculas y minúsculas para las palabras repetidas modifica en cada caso su sentido: deliberadamente se ha buscado distinguir las instituciones de lo que es la realidad cotidiana, esa realidad que puede envilecerse o llenarse de nobleza inesperada por la acción de las personas que las representan.
En el interior del teatro hay una multitud, como la hay también en el aula magna de la Sorbona. Pero a diferencia de todas las salas de teatro, allí no reina el silencio: la acción se ha trasladado del escenario a la platea, mientras unos pocos actores, desde el lugar que es su campo de batalla personal para alcanzar la perfección, se limitan ahora a escuchar. Los demás actores, mezclados con la gente (que ya no puede llamarse público en estas circunstancias), participan de la agitación general. Aquella multitud bulliciosa y eufórica es de hecho una asamblea nacional, de la que surgen algunos disparates, muchos exabruptos y no pocas reflexiones que sorprenden por su lucidez. Los franceses, que son cartesianos avant la lettre, hacen ahora gala de racionalidad y deliberan sobre el destino de Francia.
Este es, precisamente, un momento en que se encuentra en apoteosis lo político (lo más genuinamente humano, lo que hace de nuestra especie precisamente lo que es, lo que pudo arrancarle de la pura animalidad otorgándole el privilegio de dar forma a la socialidad natural). Es el momento en el que, saliendo de su cotidiano encubrimiento bajo las formas “inocentes” del arte o la fiesta, lo político se exhibe en su propio esplendor. Es, por eso, un momento de refundación de la sociedad como entidad política, un momento en que lo político salepor sus propios fueros para recordar a todos que en él tiene su único fundamento legítimo la política. Cuando ella ha bastardeado su destino, ocurre entonces que lo político vuelve al comienzo para actualizar su condición de matriz. (Años después, en las calles de Quito, habrían de vivirse momentos de ese tipo teniendo como protagonistas a los Forajidos, hoy llamados Pelagatos).
Aquel momento memorable marcó en Francia el final de un gobierno poderoso. El general De Gaulle, que era un auténtico estadista y solía actuar con la sabiduría nacida de su talento y enriquecida por su experiencia, obró con sensatez: entendió el mensaje que le habían enviado los franceses, presentó su renuncia y se marchó a su casa de Colombey-les deux-Eglises, un pueblito de las cercanías de París. Francia empezó una nueva etapa en su historia, y quizá con ella el mundo entero.
Fernando Tinajero / ftinajero@elcomercio.org