Temor. Frustración. Agresión. Los tres son comportamientos esperados en las víctimas de desastres. ¿Por qué? Porque una tragedia como un terremoto implica crisis, dada la alteración y desequilibrio en el estado emocional de las personas que se ven incapaces de recuperarse y salir con los recursos que habitualmente emplean.
Lo dice la Unesco. Por eso, no puede pasar de largo la reacción que tuvo el Presidente de Ecuador frente a un hombre que, desde una zona afectada por el terremoto del 16 de abril, alzó la voz. “Aquí nadie me pierde la calma, nadie grita o lo mando detenido sea joven, viejo, hombre o mujer”, dijo Correa, dirigiéndose al ciudadano. “Nadie me empieza a llorar ni a quejárseme por cuestiones que falten, a no ser que sean seres queridos que hayan perdido. Ya viene el agua”.
¿Es justa la reacción, en zona de desastre
(con 26 000 personas sin casa y 9 700 edificaciones afectadas), de amenazar con cárcel a una víctima, en un territorio entonces sin luz, sin agua, sin alimentos asegurados, sin vivienda, con la familia en la calle?
En su recorrido por las zonas afectadas, el Presidente ha tratado de aplacar las inquietudes de las víctimas. Pero la exposición ante personas que se sienten vulnerables, que pueden reaccionar de forma impredecible, requiere asertividad. En el terremoto y tsunami de Chile, en 2010, hubo personas tranquilas que se volvieron violentas y hasta incurrieron en actos delictivos.
El diálogo cara a cara con la gente, en medio del desastre, es un riesgo que no necesariamente se debe correr cuando se está al frente de un plan de atención y de reconstrucción. El Presidente debe liderar la emergencia. Sí, hay que apoyarlo. Mas, en esa empresa, sus asesores deben cobijarse en organismos humanitarios; enterarse sobre la vida de víctimas de desastres en campamentos, sobre el estrés. Y él debe estar preparado, al menos si no da prioridad a lo que la gente afectada considera urgente, porque lo peor en crisis humanitaria sería responder con el uso de la fuerza.