En el siglo XIX europeo cupo quizá la frase de que la religión era el opio del pueblo. En el siglo XXI, globalizado y devorado por las fuerzas de un materialismo irrefrenable, la religión y otras formas de espiritualidad se han constituido, sin duda, en dimensiones importantes de la vida de las personas para conectarse con lo trascendente, para elevarse más allá de las angustias, dilemas y sinsabores cotidianos.
Por ello, si la religiosidad puede pensarse como un instrumento de esclavitud, ardid de los detentadores del poder para someter y silenciar a la gente, la conexión de los seres humanos con lo divino puede también abrir inmensos senderos de redención. Claro, también existen los fundamentalismos que transforman a las personas en rehenes de sus propias creencias, pero, en general, más allá de la fe que profesen, del dios que adoren, los hombres y mujeres de este siglo cada vez más experimentan su religiosidad como un refugio y una plataforma de libertad y trascendencia.
Eso, precisamente, está demostrando la visita del papa Francisco al Ecuador. El poder quiso, desde un inicio, usar la presencia papal como un instrumento de legitimación del Régimen. Pretendió convertir un hecho pastoral, como es la vista del máximo líder religioso del mundo católico a un pueblo profundamente religioso, en una oportunidad de propagación de la ideología oficialista. Así, la clave publicitaria del Régimen consistió en ubicar las coincidencias del pensamiento de Francisco con la retórica populista de Alianza País. Se buscó también borrar los rasgos de Estado laico que el Ecuador edificó desde Eloy Alfaro y transformar la llegada del Papa en una visita de Estado y, más que eso, en un hecho político (que para este Régimen equivale a propagandístico). El Gobierno entero se transformó, entonces, en agencia organizadora de la visita del Papa; ministros y funcionarios se convirtieron en voceros.
El mismo Presidente lució en repetidas ocasiones como supervisor de las obras, como si en un país que consagró hace más de 100 años la libertad de cultos sería posible que el Jefe de Estado gaste su tiempo mirando los detalles del lugar en el cual el Papa oficiará sus misas. Desde hace varias semanas se hizo de la presencia de Francisco el tema central de la comunicación del Gobierno, usándose, incluso, cadenas nacionales. El Estado laico rodó por los pisos, pese a que el inspirador de esta revolución fue quien consagró en el Ecuador la separación entre Estado e iglesia.
Pero la fe religiosa de la gente es maravillosa. La religiosidad ha mostrado, una vez más, su fuerza liberadora más allá de la propaganda oficial. En el catolicismo profundo de la gente ha aflorado ese mensaje esencial de redención, comunión y amor.
El poder fracasó en usar políticamente la visita del Papa y el pueblo católico del Ecuador, libre y creyente como es, pareciera afincarse en la palabra de Jesús, en su testimonio de entrega a los demás, para desde allí interpretar el país que somos; este país que sufre; que está angustiado, convulsionado y polarizado; que ansía respirar el mensaje de paz que, posiblemente, Francisco nos vino a decir.