Escribir ¿por qué?, ¿para qué?

“Amigo, hemos llegado demasiado tarde. ¿Para qué ser poeta en tiempos de miseria?” escribía Holderlin, allá a inicios del XIX, expresando con ello esa aguda conciencia de exclusividad y exclusión que suele atribular a todo gran artista, a todo escritor frente a su tiempo y a su medio. La inquietud seguirá siendo válida y pertinente la pregunta porque, al igual que antes, también ahora el escritor se empecinará, ante la indiferencia del mundo, en llevar adelante su rebelión, aquella de crear universos simbólicos, inventar realidades, subyugado siempre por con esa loca idea suya de pretender suplantar a Dios.

¿Qué significa escribir para un escritor de oficio? Tal es la pregunta que suelen hacer a quienes les subyuga el diario afán de sentarse frente a la pantalla en blanco de un computador para llenarla con hileras de palabras, con escuadrones de párrafos. ¿Para qué tanto esfuerzo?, ¿para qué tanto desvelo?, se interrogan aquellos que, con cierta extrañeza (y no poca dentera), miran al escritor que, con aparente soltura, maneja las palabras y combina las ideas con idéntica magia con la que ciertas damas sacan, de entre la agujeta y el croché, esos sutiles encajes, esas espumas de hilo. Ingenio de la mente, tiento de las manos. Quizás no nos damos cuenta de que el mundo está abrumado de ruido y la poesía es flor del silencio. Y aun así no cesa la inquietud del filisteo quien mira al escritor como ser de otro tiempo: ¿Por qué no dejarse llevar por la excitante vorágine de esta civilización desmemoriada que hoy vivimos?

Una sociedad, como la nuestra, copada por el estruendo del estadio y la bataola de la riña política; dispendiosa y falsificadora; que enmascara lo suyo y ostenta lo ajeno; consumista y enfermiza de estrés y soledad; en la que prima lo que cada uno cotiza y en la que se enaltece el “somos más” y no el ser los mejores no es extraño, entonces, que esté a punto de extraviar su centro, de confundir los valores que forjaron a sus ancestros, esto es, la prudencia, el respeto, la tolerancia y la paciencia y todo ello en detrimento de la cultura, la paz, la libertad y el hombre mismo.

Hace unos 40 000 años, en los albores del paleolítico, hubo hombres dedicados a cazar bisontes para alimentarse de su carne y vestirse de su piel, mientras que otros, mediante dibujos pintados en las paredes de una cueva, preferían representarlos ya cazados, acto mágico con el que buscaban apropiarse del mundo sustituyendo con el símbolo los juegos y ajetreos a los que obliga la arisca realidad. El escritor desciende de esa raza de soñadores que cazaban el jabalí en el acto mismo de representarlo. Este es el misterio de todo arte: nombrar el mundo y crearlo con la palabra. El nombre de la rosa es la rosa. Tal el poder del “fiat” bíblico.

Si uno escribe es porque, al fin y con ello, exorciza el olvido que es lo mismo decir, a contracorriente de la muerte.

jvaldano@elcomercio.org

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