Diógenes de Sínope, el excéntrico filósofo griego y maestro de la escuela cínica, dicen que vivía en un tonel, desposeído de todo y a la vista de todos. No necesitaba de nada para ser él mismo, predicaba el despojamiento y la autosuficiencia. Estaba convencido que el hombre es libre cuando elimina al máximo los deseos y reduce al mínimo las necesidades. Trashumante, provocador y mendigo, gran abuelo de los jipis de hoy convirtió en virtud su extrema pobreza. De él se cuenta que Alejandro Magno, movido por la fama del filósofo, fue a visitarlo en una de las plazas de Corinto y al comprobar su indigencia le dijo: “Soy el rey. Puedo darte todo lo que me pidas”. Diógenes respondió: “Muy bien. Te pido que te marches porque tu sombra me está hurtando el sol”. Podemos discordar de su obcecada actitud, no obstante siempre será válida la lección fundamental de su magisterio: refrendar con la vida aquello que se predica. Hombres y mujeres como Diógenes han existido siempre; no necesitan de los poderosos, están por encima de las ambiciones comunes: la riqueza material, la fama, el poder político. Son admirables por la coherencia de sus vidas. Si predicas el respeto a los otros, respeta a los otros.
Juan Montalvo fue un escritor convencido de que ser liberal, en su siglo, era ser moderno y progresista; era defender los valores de un humanismo laico: tolerancia, libertades individuales, separación entre Iglesia y Estado. Con su pluma oportuna y mordaz luchó por la causa del liberalismo radical cuando ser liberal en el Ecuador pasaba por ser enemigo de las nobles causas, de la religión y la moral. Desafió a los poderes imperantes: el Estado, la Iglesia, los estamentos del prestigio social. No claudicó en su lucha. Su vida fue la de un apóstol al servicio de un ideal. Conoció la pobreza, la exclusión, la excomunión, la persecución de los tiranos y el destierro. Llevó una vida coherente según unos valores y principios.
Conocí por los años 60 al intelectual cuencano Manuel Muñoz Cueva, escritor, periodista, profesor, hombre de izquierdas, bohemio, mentor de los poetas de “Elan”. Le llamaban “El Chugo”, a causa quizás de su afilado perfil de pájaro. Lo conocí ya anciano y jubilado sobrellevando la pobreza, el olvido y una salud deteriorada. Caballeroso, nunca claudicó de aquellos principios que hacen respetable una vida: honestidad, dignidad, honor, austeridad, lealtad, cortesía. Sus antiguos discípulos, condolidos de su miseria material, gestionaron ante el Parlamento una pensión vitalicia a su favor. Los cabildeos se hicieron eternos. Cuando al fin, los diputados aprobaron la caritativa dádiva, este Diógenes morlaco les dejó con los churos hechos: tuvo la elegancia de morirse la víspera.
Pero estas son historias del pasado. Octavio Paz dice que los Diógenes de hoy han dejado su tonel, se han convertido en estrellas de televisión y ganan millones en un show.