Parafraseando a Marx, podría decirse que un fantasma recorre América Latina: la lucha contra la corrupción. No ahora, sino desde hace bastante tiempo. Sobre todo, desde que las sociedades accedieron a mayores condiciones de transparencia. Cada día resulta más difícil ocultar los actos ilícitos ejecutados desde el poder político.
Como buen fantasma, asusta a todos por igual. Antes fueron las dictaduras y los gobiernos neoliberales; hoy les tocó el turno a los gobiernos autoproclamados como progresistas.
Frente a las evidencias que brotan por doquier, lo peor que puede hacer la izquierda es meter la cabeza en un hueco. Las experiencias pasadas fueron demasiado traumáticas como para repetirlas. Basta recordar el silencio cómplice con que se alcahuetearon los crímenes del estalinismo. Durante décadas, cualquier crítica a la Unión Soviética desde posiciones de izquierda era considerada una traición, cuando no una práctica agenciosa en favor del imperialismo yanqui.
Al final, esa permisividad no sirvió para nada. Es más, fue doblemente perniciosa. Por un lado, la izquierda internacional tuvo que contemplar con espanto el derrumbe del socialismo real y su sustitución por un modelo aún más perverso que el que combatía; por otro lado, no pudo construir referentes políticos ni ideológicos alternativos, adecuados a las nuevas realidades globales. La sensación de orfandad que dejó la caída del Muro de Berlín envió a muchos militantes al diván.
Hoy la izquierda afronta una situación igualmente dramática. De manera particular en el caso brasileño: las iniciativas y los pronunciamientos para proteger a Lula nos recuerdan demasiado a las viejas artimañas de la partidocracia. Los argumentos de descargo son vergonzosos e inaceptables para una tendencia política que siempre ha condenado la arbitrariedad en la aplicación de las leyes.
Acusar a la justicia de propiciar un golpe de Estado, luego de que sentenció por corrupción a uno de los más prominentes empresarios del Brasil, es un contrasentido. Echa por la borda la exigencia histórica de la igualdad ante la ley. Lula necesita reivindicarse desde la transparencia, no desde la opacidad. Y menos desde la marrullería.
Uno de los mayores errores de la izquierda latinoamericana ha sido su conexión enfermiza con el populismo, especialmente con ese inconsciente que se activa desde el mesianismo político. Es la persistencia de una noción de pureza y fatalidad anclada en los más profundos rezagos del fundamentalismo religioso. Supone que los líderes son inmaculados, que el destino es irrevocable. La marcha hacia el paraíso de la igualdad debe estar comandada por personajes topados por la divinidad. Seres honestos no por sus actos, sino por obra y gracia de su filiación ideológica y de la fe popular.