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El mundo despierta hoy con zozobra. En los países del África occidental ha resurgido un fantasma que se creía derrotado: el fantasma de la peste, amenaza mortífera que ahora llega con un nuevo rostro: el ébola. De este jinete apocalíptico, señor de todas las plagas, dio testimonio un día el vidente de Patmos: es el que cabalga en un corcel color de la ceniza, junto a él caminan el hambre, la tiranía y la guerra. Desde el amanecer del Tiempo los cuatro jinetes recorren la historia para eterno sufrimiento de los hombres.
Acerca de la peste y sus derivaciones muchos son los testimonios que, de muy antiguo, se han escrito. Tucídides relató la epidemia que diezmó al Peloponeso hace 2 400 años. La plaga había comenzado en Etiopía; llegó a Atenas en los barcos que anclaban en el Pireo. Tucídides la describe con objetividad, no apela a motivaciones divinas ni a castigos de los dioses como sí lo hizo Sófocles en “Edipo Rey”. No supieron entonces que fue la tifoidea.
De lo primero que habla Boccaccio en el Decamerón es de la mortífera peste que azotó a Florencia en 1348. Aquella “ira de Dios”, como él la llama, se inició en Oriente. El escritor habla de bubas, de “hinchazones en las ingles y sobacos (que) crecían como manzana descomunal”. Todas ellas son marcas de la bubónica, la peste que azotó a Europa entre 1347 y 1352. Transcurrieron los siglos y la peste se camufló tras otras máscaras, todas espantosas: el ántrax, el tifus, la tuberculosis, la viruela, la gripe española, el ébola. En 1946 Albert Camus publicó “La peste”, la más célebre de sus novelas. El autor narra la historia de una hipotética irrupción de bubónica en el puerto argelino de Orán y en la época contemporánea. El narrador cuenta la anécdota con una intención simbólica.
Todas las encarnaciones del mal guardan el mito de la peste; tras su fatídica máscara están ocultos los más diversos flagelos: físicos, morales, sociales. La peste es la vida misma en su degradación. Y si las plagas llegan al fin a ser derrotadas, siempre sabremos que el triunfo será transitorio. El bacilo de la peste no desaparece, permanece cerca de nosotros, agazapado en rincones, basureros y alcantarillas, a la espera de nuestro descuido y olvido. Desde ahí enviará legiones de roedores, pulgas y mosquitos, esos siniestros emisarios suyos que invadirán ciudades negligentes y desmemoriadas. Las guerras al igual que las pestes nos encontrarán desprevenidos; cuando golpeen nuestra puerta recordaremos entonces que toda seguridad es precaria, que ninguna felicidad es duradera. Para consolarnos diremos que tanta desdicha no podrá durar mucho tiempo; sin embargo, los días pasarán y las guerras y las plagas se instalarán en nuestras vidas. Los hombres se van y ellas se quedan. Ante un destino igual, nos reconocemos como iguales; la desgracia nos obliga a la solidaridad.