‘Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” reza el artículo primero de la Declaración Universal de Derechos Humanos, lo que significa que todos tenemos el mismo título para exigir que se nos respete. Si la paz es el respeto al derecho ajeno, la paz social exige el respeto a los demás.
Pero ese derecho, que nace de nuestra común condición de seres humanos puede aumentar o disminuir, dependiendo de nuestra conducta. Normalmente, una persona trabaja para merecer “atención, consideración, veneración y acatamiento”, es decir para promover su respetabilidad. Para conseguirlo, su conducta habrá de ser ejemplar, ceñida a la ley y a la moral, habrá de suscitar la admiración que producen la virtud y el mérito. Si lo logra, se le conocerá como persona digna y respetable. Los seres humanos se sienten espontáneamente inclinados a reconocer el mérito de quienes, con sus palabras y sus obras, dan testimonio de poseer valores intelectuales y éticos.
En el caso del representante de un pueblo, al respeto que se le debe como ser humano, se unirá el correspondiente a la función que ostenta. Pero, si la autoridad ofende a cuantos no piensan como ella, si inventa ciento cincuenta y más vulgares adjetivaciones para empequeñecer a los demás, disminuirán las razones para exigir que se la respete.
En este mundo imperfecto, hay quienes creen que el respeto se consigue por métodos más rápidos y aparentemente más efectivos. Piensan que la función pública les exime de la obligación de respetar a todos y les confiere el derecho a la arbitrariedad y a la prepotencia. Narcisistas engolosinados en la contemplación de su propia imagen, son celosos en la defensa de lo que consideran su dignidad. Exigen respeto no por ser humanos sino por ser dueños del poder. Agravian, castigan e infunden temor. Auténticos profesores de irrespeto, dictan cátedra en la universidad de las sabatinas. Y son capaces de “recurrir a la ley” para reprimir las que consideran ofensas a su burocrática dignidad.
¡Ay de la autoridad que necesita de veinte y más procedimientos judiciales para castigar las que considera faltas de respeto! ¡Ay de quienes afirman defender su dignidad prevalidos de los privilegios que corresponden a una función pública!
Pueden salir triunfantes en causas judiciales, pero, en lugar de aumentar su respetabilidad habrán contradicho, inclusive, la esencia de la condición humana que reconoce la dignidad e igualdad de todos. Los tales no parecen estar dotados ni de razón ni de conciencia y, por ello, no conocen la profunda verdad que se encierra en la norma que a todos obliga a poner en ejercicio permanente la obligación de actuar fraternalmente con los demás.