Hay regalos que duran toda la vida. Es el caso del contagio de un amor. Lo vivo desde tan niña que ni siquiera puedo recordar cuándo ni cómo sucedió. Solo sé quién es el causante: un hombre alto, robusto, de inteligencia aguda, cultura vasta y humor finísimo, al que llamo por su nombre y también tuteo, aunque la convención dice que siendo mi tío y por la diferencia de edad el trato debería ser un poco más formal, pero no lo es. Bueno, el asunto es que este señor entrañable me regaló/contagió su amor por esta ciudad y no tengo forma de agradecérselo.
Con él, pese a que no soy quiteña, aprendí a ser de Quito. ¿Y qué es ser de Quito? Por ejemplo, entre muchas otras cosas, es estar hablando todo el tiempo de política, porque el quiteño es un animal político, ¿o no? Incontables tardes de sábado, a la sobremesa de unos langostinos hechos en casa, él y sus contertulios (todos familiares mutuos) repasaban los hechos políticos del momento: cenicerazos, taurazos, referendos –perdidos o ganados, según el lado de la mesa que hablase–, o recuerdos de la ‘dictablanda’. No sé los otros pequeños de la casa, pero ahí estaba yo: escuchándolos, especialmente a él, fascinada.
La de dichos y palabras, ajenos por completo a la realidad de mi familia nuclear (papá, mamá y hermanos), que aprendí con él. Como ese que ahora debería aplicar cuando una manada infantil sobrepasa los límites de mi paciencia: “¡Llugshi, guambras, vayan a jugar con lodo!”. O las historias de barrios y gente, desconocidos para mí, que tenían lugar en partidos de fútbol, en alguna corrida de toros o en los sitios clave de la bohemia quiteña. Y era capaz de casi materializar, solo describiéndolos, los efluvios de un caldo de borradores y de un sinnúmero de otras ‘cosas finas’, que, como buen quiteño, comía en la calle o en la fonda de su casera de confianza; entre él y mi padre me heredaron esta sana costumbre de comer en la calle (pero como todo hay que decirlo: aún no me animo a probar los borradores).
Otra enseñanza muy suya (esta capaz no es quiteña y no importa): mirar hacia afuera. Por ejemplo, con él aprendí a venerar a los Les Luthiers, y estuve sentada a su lado cuando a mis 13 años los vi por primera vez. Para mí, era como si viera a una banda de roqueros idolatrados. Habíamos escuchado y visto sus casetes por horas de horas en su casa; haciendo pausas, retrocediendo, volviendo a poner ‘play’, muriéndonos de la risa cada vez.
Y, por supuesto, –involuntariamente– me enseñó a exagerar, eso sí a lo quiteño. Es exageradísimo, es decir, un excelente narrador. Todo lo que cuenta tiene misterio, gracia y una dosis de imaginación. Como el cuento que me hizo de Quito, que no puede ser mejor, porque desde que tengo memoria no he podido desenamorarme (y eso que la ciudad hace méritos para despechar a cualquiera). Gracias, querido Oswaldo, por este amor contagioso y contagiado; y también por todo lo demás.