Desde hace tiempo se sabe que los debates políticos no son ejercicios para encontrar una verdad concreta sino, más bien, exámenes a los que se someten los participantes para demostrar su carácter o tesitura moral. No importa demasiado lo que se diga en un debate, sino cómo se lo diga. La retórica y el lenguaje corporal son, por tanto, los instrumentos con los que alguien gana o pierde un debate político.
El encuentro organizado el miércoles anterior por este Gobierno fue, claramente, un debate político. Dos de los participantes –Mauricio Pozo y Alberto Dahik– quisieron dar un giro técnico a esa discusión, pero sus esfuerzos fueron bloqueados por la dinámica misma de aquel encuentro que estuvo diseñado para que la discusión sea más ideológica que económica.
Correa ganó ese debate, aunque con un margen estrecho, a pesar de las enormes ventajas que tuvo a su disposición. Ganó porque pudo reducir las serísimas objeciones presentadas por Dahik y Pozo a meras divergencias de opinión entre dos partes con visiones políticas opuestas.
Durante el debate, Correa presentó a la prudencia fiscal –un principio esencial para preservar la estabilidad macroeconómica de un país, cualquiera que sea su régimen político– ni siquiera como un asunto ideológico, sino como una cuestión de preferencias de un gobernante. A unos les gusta menos la prudencia fiscal y a otros más, ¿cuál es el problema con eso?
Vaciar de sentido una tesis hasta convertirla en nada. Relativizar un principio hasta que signifique cualquier cosa. Estas son las dos estrategias que el populismo utiliza para reinar en el debate político y en la escena electoral.
Los demagogos en América Latina –ya sean de derecha o de izquierda– han seguido fielmente aquella receta cultivando algo que los filósofos han denominado “agonismo” y que no es otra cosa que la disposición permanente a mostrarse indeclinables, inquebrantables, incapaces de rendirse en la lucha (a favor del pueblo, obviamente).
El agonismo permite que el demagogo eluda la discusión razonada de cualquier tema para refugiarse convenientemente en la trinchera de las emociones extremas: la pasión por el pueblo; la ira por las injusticias sociales; el desprecio por quienes no aman la verdad.
El agonismo ha prosperado en países como Ecuador porque a los electores nos impresiona. Confundimos aquel recurso de la demagogia política con carácter y convicción, dos cualidades que ciertamente deben tener los políticos de fuste.
No creo que el Gobierno se arriesgue a poner en escena un nuevo debate político y tampoco creo que alguien quiera participar en condiciones tan desiguales como las que existieron el miércoles pasado.
Hasta tanto, a los electores nos corresponderá pensar cómo y en qué circunstancias quisiéramos ver a nuestros gobernantes razonando sobre sus políticas.