Debía dedicar esta columna a recordar a Eduardo Galeano y a Günter Grass, cuyos libros me conmovieron hace muchos años y me convirtieron en uno de sus devotos. No obstante, con dolor debo dejar para después esos deberes, porque hay otro que se me impone con fuerza perentoria: es el deber unir mi voz a los miles de ecuatorianos que hoy se encuentran sufriendo las consecuencias de una muy grave decepción.
Son algunos de aquellos que hace ocho años se llenaron de entusiasmo al escuchar a un joven desconocido que había tenido la audacia de decir públicamente, y desde una función ministerial, lo que muchos habíamos pensado sin juzgar posible decirlo todavía. Aquel entusiasmo fue el comienzo de un largo engaño triunfalista. Un país imaginario, donde los problemas desaparecían como por obra de magia y podía contemplar su ingreso sorprendente en las riquezas de aquello que se llamaba “el primer mundo”, apareció de pronto ante los incrédulos ciudadanos que, no obstante, no podían salir de la mentalidad del mundo de los pobres. Sin poder creer lo que veían, aquellos ciudadanos empezaron a admitir que de verdad los pobres empezaban a ser privilegiados, que las escuelas y hospitales figuraban en la primera línea de las urgencias, que la imagen exterior de esta patria maltratada lucía engalanada por admiraciones y respetos de los mismos que en tiempos no lejanos la trataron como se trata a quienes no se han hecho acreedores de ninguna confianza. Un orgullo inesperado vino entonces a inflar todos los pechos cada vez que se cantaba el nuevo himno establecido sin decreto.
Sin embargo, solo faltó que se agotara el dinero para que toda la alegría se esfumara. Como antes habían desaparecido los problemas por obra de una magia aún no descifrada, hoy reaparecieron agravados. Los ajustes empezaron a afectar los bolsillos de los felices ciudadanos, y la palabra maligna empezó a repetirse en todas partes: “es la crisis” se dijo, y con solo decirlo, se desinfló de golpe el globo de una felicidad que resultó ilusoria. Y para colmo, para el más inaudito de los colmos, ahora se pretende trasladar el peso de la crisis a los hombros de quienes tienen menos fuerza, que son los viejos, sin eufemismos ni afeites.
Sucede así que toda la bonanza había sido solamente una farra, como suele decir la gente sencilla de la calle. Una farra en la que se había tirado la casa por la ventana. Por eso nos dicen que tenemos carreteras de primera, pero no tenemos dinero para viajar por ellas; nos dicen que hay nuevas escuelas, pero ignoramos lo que en ellas se enseña después de las “reformas”; que hay servicios de salud, pero no es posible conseguir la atención “porque no hay turnos”. Vemos ahora que las deudas del Estado desaparecen como si hubiesen sido globitos de jabón, y nos quedamos perplejos viendo el desastre que es todo fin de fiesta: la desilusión nos invade y nos deprime. Y la desilusión es siempre mala consejera.