La crisis económica que vive el Ecuador -negada por el Gobierno que no toma en cuenta que así lo consideran cerca del 80% de los ecuatorianos, y que impulsa su preocupante pérdida de credibilidad- obliga, desde hace ya muchos meses, tomando conciencia de ella, a medidas que la corrijan y atenúen así el efecto pernicioso que toda crisis trae consigo.
Al actuar como si los problemas fueran pasajeros y no profundos, se toman medidas para salir del paso y nada más. Se tapan huecos. No se atacan defectos estructurales, postergando el afrontarlos con la severidad que requieren.
El Gobierno –y el país- se acostumbraron a vivir a un ritmo desenfrenado. La liquidez en la economía se reflejó en aumento del consumo, proyectando una sensación de bienestar general que hizo que se proclame, frívolamente, que éramos “el jaguar de América”.
Ya los precios estaban subiendo con índices superiores a los de otras economías dolarizadas y aún en comparación con países vecinos que mantuvieron inflación baja con moneda nacional, factor este que aumentó los niveles de ineficiencia de la producción nacional e hizo perder competitividad a los productos de exportación. No es solamente la apreciación del dólar la que nos pone en desventaja.
Se ignoraron muchas cosas que estaban pasando, por la borrachera que produjo el exceso de circulante y la participación desmesurada del Estado en la economía. Ahora que esos recursos no existen en la misma magnitud, la economía se resiente y la gente empieza a sufrir las consecuencias. Para evitar mayores males como consecuencia de esa contracción inevitable, es inevitable también que se ajuste el gasto público a esta otra realidad. No solamente dejando de invertir, sino dejando de gastar.
La economía no resiste ahora, como resistió antes, 43 ministerios en lugar de 18, con todas sus implicaciones en el gasto y en el mensaje despilfarrador que proyecta. No resiste el incremento de deuda onerosa, atada a la venta de petróleo, que alivia momentáneamente el flujo de caja, retrotrayendo al país a situaciones anteriores –tan criticadas- y complicando más el futuro. No resiste que en épocas de contracción se aumenten los impuestos y hará un sacrificio si los fondos son para la reconstrucción y no para que se gaste sin control ni beneficio.
La inmensa cantidad de recursos necesarios para reconstruir el asolamiento causado por el terremoto, a más de la muerte, el dolor y la tristeza que conmueven al Ecuador, agrava la situación económica y obliga a priorizar, más que antes. Es, también, una oportunidad para reconciliar al país, que se agota con tanto enfrentamiento. Una dosis de humildad puede ayudar mucho en estas circunstancias.
El tiempo se acaba. Mientras más tarde se emprenda acciones para afrontar el problema profundo que existe y no simplemente lo trasladen para meses después, más costoso será evitar que estalle la bomba de tiempo que está activada.
Columnista invitado