No son los duros aprietos económicos ni los desaciertos de sus gestores políticos las únicas amenazas que enfrenta la llamada revolución ciudadana. El Régimen tiene un tercer problema fundamental en su lucha por no debilitarse: hay una crisis simbólica cuyos efectos comienzan a ser evidentes.
Sería absurdo suponer que la adhesión que despertó a partir del 2005 ese discurso de cambio radical se mantenga incólume 10 años después. Una década en el poder es ya, de por sí, un hito para un país acostumbrado a perder la fe en unos cuantos meses.
Durante años, las crisis simbólicas se aplacaron gracias a un esquema de alternabilidad que permitía reemplazar el espejismo desvanecido con uno nuevo. Eso se agotó.
El diseño constitucional que se dibujó en Montecristi y la bonanza económica hicieron que la política ecuatoriana se pintara de un solo color y llevara un solo apellido. Pero con el fin del ‘boom’, los símbolos del proyecto político han comenzado a devaluarse.
Los esfuerzos discursivos del líder carismático y de su aparato propagandístico chocan con lo que pasa en la vida real. Mientras la Presidenta de la Asamblea Nacional siente orgullo por haberse forjado en la protesta social y sentido el impacto del gas lacrimógeno, el Gobierno condena cualquier movilización que surja para cuestionar sus actos.
La revolución ciudadana asegura haber conducido una política económica soberana y libre de las presiones de los multilaterales. Pero hoy preocupan las condiciones en las que Ecuador negocia sus préstamos a China.
¿Cómo se puede mantener la ilusión por la revolución del conocimiento cuando lo primero que ha salido de Yachay son denuncias de latisueldos y de un programa académico que no es acorde a la realidad nacional?
Las angustias del Canciller subrogante, por la apatía de Quito con el proyecto político que impera, son obvias. Pero las respuestas quizás no estén solo en las fallas comunicacionales del Gobierno, sino en una crisis simbólica. Y eso es muy complicado revertir.