Acabábamos de volver de Vilcabamba, valle de paisajes inolvidables, donde culminaron las jornadas cervantinas que con tanta generosidad y buen juicio –juicio doblemente académico, al fin- imaginó la Academia Ecuatoriana y auspició la Universidad Técnica Particular de Loja, cuando, ya en las respectivas habitaciones del hotel, tuvimos la primera noticia del dolor del país, que nos llegó en forma de temblor atenuado, debido a la lejanía de Loja respecto del foco del terremoto. Así, la mayoría de nosotros pudo esperar, relativamente en paz, otras noticias. Pero jamás imaginamos lo que empezaríamos a comprender al amanecer dominguero, cuando, reunidos en el vestíbulo del hotel a la espera del viaje al aeropuerto, recibimos datos inciertos sobre muertos, destrucción y llanto en las bellas ciudades y costas manabitas…
Hasta hoy, por obvias razones, se desconoce el número de muertos; deambulan por campos, playas y ciudades, pobladores insomnes (nunca mejor ni más dolorosamente dicho), que buscan a los suyos entre las ruinas, y se constata la impotencia de participar en tanto dolor, destrucción y muerte. La parte antigua de la ciudad de Portoviejo parece haberse destruido por completo y mucho se ignora del sufrimiento y las pérdidas en Manta, en ciudades y pueblos cercanos, como en aquellos situados en las hermosas playas manabitas llenas de luz, que a ecuatorianos y extranjeros han servido de alegre refugio y de buenos recuerdos, cuyos accesos, hoy, se encuentran arrasados.
¿Sirve de algo la palabra este momento? Si no, ¿cómo sugerir a toda la gente sensible de esta hermosa patria, a todos nosotros, que contribuyamos como podamos, pues todo será bienvenido, para paliar este horrendo desastre? Se han abierto cuentas bancarias en las cuales cualquiera de nosotros puede depositar una suma a su alcance –alcance que, con generosidad, siempre se amplía- y que será bienvenido, por aquello tan cierto de que ‘todo trigo es limosna’, y más allá… Habrá zonas de acopio de alimentos no perecibles, de ropa, de utensilios caseros, (¡que todo se distribuya con justicia!). La voluntad solidaria de los buenos ecuatorianos que son muchos será un consuelo para quien lo ha perdido todo: un ‘algo’, en medio de la ‘nada’ atroz en que los hunden las pérdidas sufridas.
Habíamos terminado felices las jornadas; evocábamos las extraordinarias ponencias leídas, tanto por los académicos extranjeros invitados, entre los cuales nos honró la presencia de don Darío Villanueva, director de la RAE, como por los académicos ecuatorianos y profesores de la UTPL: todos nos entregaron trabajos de alta factura. Camino al aeropuerto, recordaba, a propósito del viaje, y no sin cierto temor, estos versos de Antonio Machado: “Y cuando llegue la hora del último vïaje / y esté al partir la barca que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje / casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Y pensaba cuánto pesa la muerte para los que seguimos vivos, y cuánto la desdicha compartida es consuelo –aunque magro- para el corazón.
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