Después de pocas semanas de ausencia, vuelvo a esta columna, para ocuparme de un fenómeno de gravedad suprema.
Preocupado ante la corrupción rampante que aflora en todas partes, el mundo está exigiendo la adopción de medidas eficaces para luchar contra este cáncer que carcome el espíritu del ser humano, las sociedades y las naciones y crea un ambiente en el que todo exceso podrá explicarse, lo que conducirá irremediablemente a una crisis para la democracia, que caerá como víctima propiciatoria.
Basta mirar a lo ocurrido en Rusia, Grecia, Italia o España, al otro lado del Atlántico, o a Brasil, Argentina y Venezuela.
Descubrir que los magistrados elegidos por el pueblo para ejercer importantes funciones del Estado, en lugar de dedicarse a construir el bien común, han venido trabajando en beneficio personal, induce a dudar de la eficacia de los sistemas que la historia ha creado para que las naciones se gobiernen y progresen. Bien hacían los estoicos al exigir, como una de las virtudes del gobernante, la frugalidad y la vida mesurada, alejada de dispendios. De esa manera, el hombre de estado no tenía necesidad de demostrar que, al ejercer su mandato, había pensado en servir a todos y no en servirse de todos para beneficio propio.
He allí, entre nosotros, un Velasco Ibarra que, austero durante sus cinco presidencias, ha sido reconocido por su pulcritud rayana en el ascetismo, o un siempre honrado Borja.
Ahora vemos cómo empiezan a salir a la luz escandalosos actos de corrupción, cómo nuevos millonarios emergen de las alturas del gobierno con fortunas inexplicables, cómo las empresas del Estado intercambian favores y dádivas, cómo el partido en el poder exige contribuciones para perennizar el “programa”, becerro de oro ideológico al que divinizan y adoran. Y observamos, estupefactos, que se mediatizan los principios y las metas, olvidando que la democracia se construye con apego irrestricto a la ética y el respeto a la ley y los derechos humanos.
Hay quienes hacen de su vida una empresa para acumular riquezas, y los hay que se dedican a coleccionar poderes para dominar y subyugar. ¡Pobres almas equivocadas que, en lo personal, pierden dignidad, y en lo público, dadivosas y golosas, aborrecen la frugalidad y reclaman la obediencia no deliberante!
Brasil, Argentina y la mártir Venezuela están sufriendo las consecuencias de la corrupción. Pero las dos primeras han tomado dolorosas e indispensables medidas para cambiar de rumbo. En Venezuela, por la tozudez de quien ha sido calificado, por autorizado estadista, como “más loco que una cabra”, el panorama amenaza teñirse de sangre.
No hay duda: la corrupción, al despertar la censura y el clamor del pueblo, produce un estremecimiento en las instituciones, que puede convertirse en indeseado terremoto.
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