¿Museos? Si, todo lo contrario

La década del régimen correísta no ha sido “ganada” ni tampoco “perdida” en el campo de la gestión museal, sino todo lo contrario. Diez años sirvieron para la confirmación de tradiciones conservadoras arraigadas en las instituciones oficiales desde el siglo pasado, y, al mismo tiempo, para ampliar el papel de lo cultural como parte de las coreografías del poder estatal. Evidencias de las continuidades descritas --si bien a manera de ruinas en el caso de buena parte de los museos-- se encuentra en el estado actual de los más emblemáticos, los que fueran asumidos por el Ministerio de Cultura después de su deslindamiento de las labores administrativas del Banco Central.

Así, el actual Museo Nacional se encuentra reducido a bodegas, testigo de la inexistencia de un proyecto concreto que sirva siquiera para imaginárselo. Lo propio para el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo. Originado a inicios de este siglo con un ímpetu de transformación, fue coaptado por la burocracia más reaccionaria que operó cómodamente durante estos años para reducirlo a un espacio para el discurso arqueológico tradicional, la ocasional muestra internacional itinerante, y, sólo excepcionalmente, la exhibición de artistas claves
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Las prácticas de coleccionismo de las instituciones estatales, suspendidas por el Banco Central en los noventas e inactivas durante esta década –hasta donde se sabe, porque los museos operaron históricamente mediante prácticas de adquisición por debajo de la mesa—consagraron la exclusión del legado de las artes en el país expresada por la ausencia de facto de dos o tres generaciones de artistas cuyo trabajo reposa casi exclusivamente en archivos virtuales autogestionados.

Con la salvedad quizás de Pumapungo, la inercia general que caracteriza a las instituciones es, a su vez, engañosa. No es que no haya pasado nada en “cultura” durante la “revolución ciudadana”, sino que pasó demasiado en una multiplicidad de locaciones e instancias. El milagro de la multiplicación de los guayasamines en el edificio de Unasur; cabezotas y cenizas en el Museo de Eloy Alfaro; ilustran algunas de sus dimensiones.
En un contexto de burocracia hipertrofiada a pesar de los resultados, emerge el Museo de Carondelet, destinado a albergar los obsequios recibidos por el gobernante de turno para la admiración de turistas y masas de todo el mundo. Fue idea de Stalin, entre otros a su tiempo, hacer lo mismo con fines grandilocuentes en la época soviética.

La gestión de los museos durante esta década estuvo signada por la inoperancia, el clientelismo y las contradicciones. Fuera de ironía, gracias a ello no se tiene hoy una institución mayor que glorifique a la ideología sobre lo cultural característica a este gobierno. Conjunto de pedazos, retazos y escombros. En fin, “cultura”.

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