Incrédula ante lo que estaba mirando pensé que se trataba de una falla tecnológica. Un chat privado de personajes conocidos circulaba en las redes y era replicado por el ejército de trolls del oficialismo. Pero no era una falla. Los teléfonos habían sido hackeados y se pretendía convertir el diálogo de un grupo de WhatsApp -en el que se hablaba de salir a protestar contra la Ley de Plusvalía-, en una amenaza para la seguridad del Estado. Era 2016.
Así operaba la Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain), brazo ejecutor del correato que, con dinero público, hackeó, espió y persiguió a opositores y disidentes. En sus laboratorios se fabricaron historias de conspiración para amedrentar a indígenas, trabajadores, catedráticos, empresarios y periodistas. Y se chantajeó a funcionarios.
De la Senain salieron los emails con conversaciones privadas de Martha Roldós, activista política que buscaba financiamiento para su portal digital de investigación. Allí urdieron el plan para perseguir a Fernando Villavicencio, a quien hostigaron hasta que se exilió un tiempo, sin lograr nunca doblegarlo. Y en ese mismo perverso cuartel se diseñó el “Operativo Q” contra el asambleísta Cléver Jiménez, a quien acosaron sin piedad, llegando a fotografiarlo en su propio dormitorio.
Las imágenes de programas de TV como “Desenmascarando”, para deslegitimar el trabajo de periodistas y críticos que sacaban a la luz la desbordante corrupción, eran provistas por la Senain, que fisgoneaba en universidades, cafeterías, hoteles y hasta en Washington, a dónde siguió a periodistas y a defensores de DD.HH., para mostrar con quiénes se reunían y acusarlos de supuestos agentes del imperio.
Las fábulas de la Senain eran acompasadas con declaraciones hilarantes del gobernante, que aludía a conspiraciones e intentos de asesinato. Apegado al manual goebbeliano, cualquier anécdota la convertían en amenaza grave, hasta que su perversidad los volvió paranoicos.
Ni un paso daba el mandamás sin un ejército de guardaespaldas.
El terror se había instalado en el país. Esto tiene que acabar.
Presidente Moreno, este siniestro aparato que nunca le informó que había cámaras ocultas en el despacho presidencial, tiene que ser desmontado y una rigurosa investigación puesta en marcha.
Las atrocidades no pueden quedar en el olvido y los esbirros impunes. Si el Estado necesita una oficina de seguridad arme una nueva hasta con nombre diferente. El de Senain provoca espanto y repulsa.
¿Qué harán los mandos de la Senain cuando dejen sus cargos con los secretos y los nombres de delatores e infiltrados que conocen? ¡Que Dios les coja confesados! Por hoy, un cierto nivel de neurosis les habría llevado a destruir videos, fotografías, miles de papeles y a sacar documentos. Desesperado intento por borrar el rastro de las maldades durante una década de abyecto espionaje.