Nunca entendí por qué las monjas con las que comencé mi educación ‘no me podían ver’, por decirlo suavemente, con precioso ecuatorianismo. La Escuela Central quedaba frente a la casa cuencana de los abuelos maternos, ¡inolvidable casa de patios amplios, bellamente enlosado el delantero, de piedra vieja el de atrás; de amplio zaguán, largos corredores, terrazas, gatos y cuartos misteriosos!
La madre Inés inauguró el desfile de monjitas exasperadas ante mi rebeldía, mi malicia e indisciplina, en fin; resumo su impresión, aunque nunca llegué a saber con qué términos calificaban ellas, para sí mismas y para mi cándida y buena tía, esa especie de desesperación que generaba en cada una mi comportamiento que ¡lo digo de corazón!, nunca imaginé que fuera ‘malo’. Creo haber sido una niña buena o, mejor, no haber tenido intuición alguna de la versión monjil de la bondad o maldad propias y ajenas. Tal inconsciencia feliz fue el ‘mal’ de mi infancia, en el que me reconozco. Quizá dura hasta hoy.
Las monjitas tenían un orfanatorio, y las huérfanas se educaban simultáneamente con las niñas ‘de pago’, sentadas, estas últimas, en los asientos delanteros. Éramos alrededor de cuarenta pequeñas de seis a siete años, y creí descubrir mi ‘infamia’, cuando la tía Magdita me espetó, contagiada por la indignación de la madre Inés: ¡Hijita, de tanto que molestas, han tenido que ponerte entre las huérfanas, y allí sigues hablando e inquietando hasta a esas pobres niñas!
Mi verdadera culpa fue la felicidad, que, ahora lo sé, no se perdona: nunca comprendí que el estar en las filas de atrás fuese un castigo: al contrario, allí había más movilidad y menos vigilancia; ni que la monjita pretendiera cambiarme mandándome a las filas de atrás. Al contrario, fui feliz con María y Rosaura, que me repetían la historia de la muerte de sus padres; era dichosa preguntando, escuchando, compadeciendo, palabras que resumen el talante de mi vida (por decirlo de algún modo).
Lo cierto era que preguntar a deshora, oír a destiempo y, a la vez, tener levantada la mano para responder a todas las preguntas de la esposa de Dios era imperdonable.
Sobre esto, cuando la monjita, cansada de no obtener entre las niñas buenas la respuesta correcta a preguntas esenciales, indignada por la ignorancia de la mayoría, y erizada por tener que preguntarme a mí y arriesgar su prestigio al recibir la respuesta correcta de la niña ‘peor’, hizo una pregunta que aún recuerdo: “¿Con qué palabras Cristo mandó a sus discípulos a seguir consagrando el pan y el vino, por los siglos de los siglos?”.
La veo oír mi respuesta con los ojos brillantes, repletos de sentimientos encontrados, ‘Haced esto en memoria de mí”, que, la verdad, no tengo idea de dónde surgió; y juro, juro que quiso matarme o desaparecer. Hoy, que lo veo más claro, comprendo que la monjita asumía ¡horror!, que las respuestas acertadas me las dictaba el diablo, ese otro protagonista de mi infancia, el único al que, verdaderamente, yo temía.
¡Dios mìo!, ¿y si hubiera sido así?