Ausencia de poder

Se dice que este hombre acumuló tanto poder en su largo gobierno que, tan pronto como lo perdió, en lo único que soñaba siempre, ya sea dormido o despierto, era en recuperarlo.

El poder le había resultado tan adictivo que su ausencia le trajo verdaderos padecimientos. Durante los días, que se le habían vuelto eternos e insufribles, le inundaba una sensación de pesadez inmensa, al punto que a ratos pensaba que no sería capaz de dar el siguiente paso mientras deambulaba por su estrecha vivienda, o sentía que en cualquier momento se iba a quedar sembrado para toda la eternidad en aquel sillón.

En el referido sillón repasaba las noticias y le bastaba llegar a la portada del primer matutino para sentirse colérico al ver que su nombre no aparecía en ningún lugar. Al final hacía lo que había venido haciendo mucho tiempo atrás: con un gruñido gutural rompía en mil pedazos cada uno de los diarios y tiraba el picadillo al basurero que era ahora su único compañero. Pero claro, hacer eso cuando tenía todo el poder en un puño era una cosa, y hacerlo a solas, sin las masas enardecidas vitoreándolo, sin las cámaras y los micrófonos mimándolo, era otra totalmente distinta.

Pero además de la pesadez del cuerpo, el hombre notaba que también el espíritu se le había enfermado. Notó, por ejemplo, que él mismo ya no se quería tanto como cuando el poder era suyo. Cada mañana debía pasar por el suplicio de verse al espejo y constatar que allí solo había un perdedor, un fracasado calvo que engordaba a pasos acelerados, un gusano que miraba el mundo desde abajo.

Sin embargo, lo que más le angustiaba, incluso más que sus propias afecciones, eran esos largos espacios de silencio en los que contemplaba su teléfono mudo, inmutable, tan estático e inservible como él mismo. Cuando esos intervalos traspasaban los límites de su tolerancia, digamos cinco minutos, tomaba el aparato y marcaba el primer número de la pantalla al azar, y siempre terminaba llamando a alguno de sus antiguos colaboradores, subordinados o empleados, y rara vez caía el dedo sobre el nombre de un amigo. Y, claro, nada era igual que antes porque ni el más insignificante de esos tipejos le daba el tiempo que él necesitaba, ninguno le obedecía, nadie le temía…

Uno de sus asesores, el intelectual, le dijo un día que debía aprovechar el tiempo para leer libros, y él, por costumbre, reaccionó de forma maquinal y le pidió que le preparara resúmenes ejecutivos. Ambos se rieron del exabrupto, el intelectual más que él, y al final le dejó dos títulos que, según decía, podrían ayudarle a llenar el tiempo libre. “La metamorfosis” era uno, y “El otoño del patriarca”, el otro. Obviamente él jamás había leído un libro y no iba a comenzar ahora que su vida se estaba extinguiendo. En todo caso memorizó los títulos para mencionarlos en la primera entrevista que le hicieran, para que el mundo supiera que no extrañaba nada de su pasado, que la literatura y el sosiego lo llenaban por completo.

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