Uno de los primeros decretos del actual gobernante fue reemplazar las fotografías de su antecesor en las copiosas y onerosas dependencias públicas, creadas en el marco de su ensayo novelero y pernicioso, por las de personajes de nuestra historia. Sobriedad y lucidez: ¿para qué la efigie de un gobernante en oficinas públicas: culto al personalismo, elemento decorativo adefesioso, estampa evocadora de algún santoral religioso…? La resolución concedió un favor a los futuros mandatarios, salvándoles del ridículo. (El ridículo deshonra más que el mismo deshonor).
Quienes encarnan el ridículo (poses, acciones, muletillas, sonrisas de escayola, manos saludando al viento, pulgares arriba…) no se percatan de ese estigma. Cuenta la historia que Rafael Leónidas Trujillo dormía junto a su emblema; Stalin, abrazado del voluminoso cuaderno donde constaba la lista de sus víctimas; el expresidente ecuatoriano de la década extraviada, uncido a la camisa de Zuleta, y no sería extraño que duerma cruzado la banda presidencial —en su legión de escuderos y pajes es posible que alguien se ocupe de vestirlo—.
La fotografía padeció férreos óbices hasta instalarse como un arte. William M. Ivins (1881-1961) recuerda que la escala de las artes gráficas era la siguiente: aguafuerte, grabado en relieve, grabado en madera, litografía… todo muy arriba respecto de la fotografía, ‘oficio’ que no requería conocimiento. Cine, televisión e Internet se apagan; las fotografías fijan las imágenes hasta que la pátina del tiempo usurpa el brillo de vida que poseen.
Pero la fotografía del poderoso de turno enquistado en las dependencias públicas es acto de afectación y ridiculez, al punto que pocos países de aquellos eufemísticamente nombrados tercermundistas mantienen esa costumbre. El tiempo ha ido erosionando esta absurdidad mantenida en regímenes retrógrados. El fotógrafo saquea y preserva (aunque haya fotografías de históricos saqueadores, salteadores, corruptos y depravados…), denuncia y consagra, exalta y degrada. Es pseudopresencia y signo de ausencia. Arte elegíaco y crepuscular. Fotografiar es apropiarse de lo cautivado por la lente. Construcción de un ensamblaje con el mundo, devenida en relación parecida al conocimiento y, por lo tanto, poder. Pero todas las fotografías —sin excepción— son memento mori.
En la historia de la fotografía ecuatoriana hay libros que han recopilado hitos excepcionales de nuestro escabroso camino político. En lo más reciente hay una del expresidente de la década dilapidada que remite, mutatis mutandis, a los desfiles de Benito Mussolini —suntuosidades ridículas un ápice siniestras—. Rostro y cuerpo hieráticos, mandíbula y maxilar en refriega, manos crispadas, resguardado por los granaderos de Tarqui y un séquito de sabuesos: el Autofidias, o sea el hombre que gobernó como si estuviera dando forma a su propio monumento funerario, que alude Thornton Wilder en su inmortal Los idus de marzo.