Tiranofilia

Al final del siglo XIX y en concreto, a parir del célebre Caso Dreyfus (1894), se fue construyendo el mito del “intelectual incorruptible”, el hombre de ideas que asume la misión de orientar y juzgar la vida social y política arrogándose un destino superior de guía moral del Estado moderno. Desde entonces para acá, una centuria ha transcurrido y solo vestigios han quedado de tal creencia. Los totalitarismos del siglo XX, la civilización tecnocrática posmoderna y la globalización han engullido a todos los profetas.

El supuesto profetismo del intelectual empezó a diluirse desde el momento en que éste extravió su independencia al poner su talento al servicio de ideologías totalitarias y caudillos mesiánicos. En todo caso, fueron gobiernos represivos comandados por un partido único, camarilla que funciona como iglesia, milicia y tribunal de inquisición, todo junto. Acerca del peligro que encarnan aquellos líderes que encandilan las masas con ofertas imposibles y sacrificios innecesarios decía Humberto Eco: “Huye de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia y a veces en lugar de la propia” (“El nombre de la rosa”).

En pleno siglo XX y cuando las naciones del mundo reiteraban su fe en la libertad y la democracia resultaba anacrónico el resurgimiento de dictaduras alimentadas por ideologías extremas ya de derecha o de izquierda y a las que, paradójicamente, celebraron connotados escritores, filósofos y artistas. Heidegger y Sartre personificaron los casos más dramáticos. El primero se adhirió al nazismo, el segundo al estalinismo. La viviente memoria de la Filosofía entendida desde Sócrates como amor a la sabiduría se trocó, en ellos, en amor a la tiranía. Y América Latina no ha estado libre de esta tiranofilia. Si Neruda entonó odas en honor de Stalin, Borges, un escritor políticamente ingenuo, elogió a Franco y a Pinochet. ¿Y cuántos artistas y escritores de los nuestros peregrinaron a la China de Mao para rendirle pleitesía y tomarse una foto con el tirano? Que lo diga Guayasamín.

Por el contrario, Juan Montalvo invocando principios de civilización fundó entre nosotros la tradición del escritor independiente cuyo poder reside en su pluma, arma mortífera con la que derribó tiranos ignorantes y abusivos en nombre de la libertad y dignidad del pueblo. Tal su gloria.

La misión del escritor es juzgar la sociedad. Su palabra tiene un peso específico. El escritor no habla desde el pedestal del poder político, ni desde el encumbrado púlpito, ni desde el sindicato obrero. No representa a una clase ni a un partido, se representa a sí mismo. Habla en nombre de valores trascendentes: libertad, justicia, paz, tolerancia, respeto a la vida. Para que tenga valía su palabra debe ser independiente, desinteresada y valiente. Jamás caer en la vulgar desfachatez de los tiranos.

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