La orden de prisión emitida contra Correa, por haber desacatado un mandato judicial en el proceso instaurado por el secuestro a un ex asambleísta, ha estremecido al país y ha dado lugar a numerosos comentarios en el extranjero.
La historia no es parca en episodios similares, pero Latinoamérica está protagonizando el renacer de una justicia independiente que descubra y castigue las arbitrariedades de jefes de estado que creyeron que el poder los colocaba por encima de la ley, en un plano de inmunidad e impunidad.
Se oye con frecuencia que el poder corrompe, sentencia que describe una realidad histórica. Hay quienes usan el poder en beneficio propio, como una oportunidad para dar pábulo a su agenda personal: son los delincuentes elementales. Los hay que, elevando su sinrazón a niveles más complejos, se creen predestinados para cumplir un papel fundamental en la evolución de las sociedades. Predican una transformación revolucionaria que pretende echar a la basura principios y estructuras vigentes y, para ello, rompen cánones de conducta establecidos. Confunden el bien de la revolución con lo que personalmente les favorece y terminan convencidos de que todo lo que conviene a su proyecto es válido, y perverso cuanto a él se opone. El proceso puede ser lento pero es inexorable.
Correa ha tenido, desde siempre, las características del autócrata. Hasta ahora resuenan sus tenebrosas palabras cuando adujera, allá en el lejano 2006, que aventajaba a los demás candidatos presidenciales porque tenía la facultad de nunca equivocarse.
Simuló encarnar la justicia en su lucha social y, convertido en el pontífice de una nueva religión laica llena de ritos y símbolos, definió -él solo- la esencia y los objetivos de su revolución. El aplauso popular que organizaba meticulosamente le llevó al convencimiento de que estaba en la ruta correcta y se empeñó en destruir todos los obstáculos que encontraba en su camino.
Actuó como un Duce o un Führer ocultos bajo un Mashi. Nunca imaginó que, al terminar su mandato, perdería el poder e, incrédulo ante lo que está ocurriendo, mal aconsejado por sus pocos restantes áulicos, decidió desacatar el mandato del juez. Como resultado, está ahora con una orden de captura a nivel de la Interpol.
Dos jefes de estado, socialistas del siglo XXI, han pretendido salir en defensa de Correa y han ofendido a nuestro país acusando a su justicia de estar politizada y de obedecer a Washington. Su grosera intervención ha recibido una respuesta digna y altiva de la diplomacia profesional que ahora, felizmente, dirige la Cancillería ecuatoriana. ¡Hay razones para que nazca el optimismo!
Mientras tanto, Correa, obnubilado por el miedo, olvidó la historia y quiso borrarla: está siendo atropellado por la realidad…