Como ya somos expertos en olimpiadas, y para no perder la costumbre de rizar el rizo, compliquémonos la vida haciendo analogías deportivo-amorosas. Después de todo, quién no se ha inscrito –aunque sea una vez– en esa maratón con obstáculos que conocemos como amor romántico. Prueba imposible donde las haya.
La idea floreció en una fiesta de terraza, en una gélida noche de verano quiteño, mientras un hombre hacía una entretenida comparación entre el fútbol y los albores de una relación ¿amorosa? (llamémosla así por razones prácticas). Su explicación a por qué hay personas, sobre todo hombres, que no responden inmediatamente a los mensajes de Whatsapp o de SMS, y además se perturban y/o desilusionan cuando una mujer sí lo hace, iba más o menos así: El hombre patea la pelota y quiere verla rodar, disfrutar; y cuando la pelota vuelve, quiere ubicarse y devolverla de taquito.
Capaz tiene razón, pero la experiencia me dice que cuando a uno realmente le interesa alguien la comunicación (vía chat, teléfono o personalmente) es lo más parecido a un partido de ping-pong, por la medalla de oro, protagonizado por un par de cracks asiáticos.
Y una vez pasada la euforia de los primeros días, semanas o meses, hay relaciones que empiezan a hacerse rarísimas. Qué me dicen de la modalidad pugilística (en el sentido figurado y no de violencia física literal) en la que ambos contendientes se hacen daño y sin embargo siguen abrazados el uno al otro, tambaleando, aferrados, sin caer ni rendirse para no perder. Ambos, obvio, están hechos pedazos, pero ahí siguen rebotando, sin soltarse, contra las cuerdas.
También hay quienes le hacen a la halterofilia: gente que es capaz de soportar pesos inverosímiles en forma de renuncias, culpas, condicionamientos, restricciones… Y, encima, ponen cara de póker, como si no les pasara (pesara) nada. ¿Cómo lo logran?
Entre los misterios olímpicos está la cantidad de planchazos que un corazón es capaz de soportar. Pasa cuando la persona apenas nada como perrito, pero se las da de clavadista olímpica, entonces, uno tras otro, se suceden los planchazos. Ayayay. Y, por increíble que parezca, ahí vuelve, adolorida y esperanzada, a subirse al trampolín para un segundo, noveno o décimo quinto intento.
Hay gente menos masoquista, pero de comportamiento igualmente inquietante. Algo así como esgrimistas del amor, que armados de espada, sable o florete son expertos en toquetear, amagar y nunca concretar nada. Asepsia y aburrimiento puros.
Podría seguir, pero el espacio da apenas para una última comparación, que se cumple el 99% de las veces (pregúntenle a Lance Armstrong): en el deporte, como en las relaciones, para hacer trampa hay que ser un maldito genio, porque si no te agarran a la entrada, te agarran a la salida. Y se va al diablo el medallero.