En la sabatina del 5 de diciembre, Correa increpó al Ministro del Interior por considerar que la policía no había reprimido con suficiente fuerza las manifestaciones en los alrededores de la Asamblea, cuando esta aprobó las mal llamadas enmiendas constitucionales. El ministro Serrano se disculpó y, sin contradecir al Presidente, le aseguró que había muchos detenidos, que serían juzgados y castigados. Quiso demostrar que la represión había sido enérgica y seguiría siéndolo, en lo que se presentó tanto o más firme que su jefe.
Ese infausto día, vimos a la Asamblea rodeada por miles de policías provistos de modernos equipos, formados como las legiones romanas en lucha contra los bárbaros. Correa no estuvo satisfecho: quería más acción de toletes, cachiporras y bombas que impiden respirar y tumban al suelo a los manifestantes, más actividad de las amedrentadoras tanquetas embistiendo a las multitudes hasta dominarlas por el miedo.
El uso de piedras y lanzas contra la policía es condenable, pero sorprende que un presidente cuyo deber es eliminar no las manifestaciones de descontento popular sino las causas que las originan, se queje de que la policía no reprime con suficiente fuerza al pueblo. ¿A qué pueblo? Al de un país pacífico que sale a las calles solo cuando los excesos de la autoridad han sobrepasado todo límite; un pueblo que se rebela cuando se ven amenazados sus derechos y libertades; un pueblo que ha pedido en distintos estruendosos tonos, que el régimen le consulte y escuche su voz en temas de importancia nacional. Sordo a esos pedidos, el gobierno los reprime, blinda a la Asamblea y practica lo que se describe como la penalización de la protesta ciudadana.
Los caballos de la policía se asemejaban, “fuertes y ágiles”, a los de los conquistadores del poema de Santos Chocano. Como una tromba punitiva, “con sus pechos arrollaban y seguían adelante”, esparciendo desorden, temor y golpes, invitando a la respuesta instintiva y desigual, condenada a una mayor represión. El “conquistador” los quiere más fuertes y más ágiles, más dinámicos y represores, los quiere máquinas para destruir lo actual y facilitar la construcción de lo nuevo. Los quiere implacables, para que nunca retorne “el pasado”.
El pueblo de la patria grande esperó paciente hasta el 6 de diciembre, día de Quito, que se convirtió en multitudinaria fiesta para la democracia, por obra y gracia del pueblo de Venezuela.
Y enmudeció el oficialismo. Nuevos caballos orientados por jinetes que enarbolan las banderas de la libertad y los derechos humanos avanzan incontenibles. Caballos alados de Buenos Aires a Caracas, que ya se atisban sobre el Altiplano, el Chimborazo, el lago de Nicaragua, iluminando la noche y anunciando una nueva alborada para todos, bajo el imperio del derecho y la justicia.
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