No es novedad que con la sobreinformación que permiten las redes sociales, últimamente los dirigentes políticos apelen más a las emociones en detrimento de las argumentaciones racionales basadas en las frías estadísticas.
Como lo demuestran acciones de comunicación como la reciente Caravana de la Esperanza (Lula Da Silva), el cartel de Barack Obama con la palabra Hope en el 2008, o el discurso “Con fe y esperanza” del ex candidato a Presidente de la Argentina, Daniel Scioli, es indudable la importancia de apelar a un horizonte indeterminado a la hora de diseñar campañas políticas exitosas. Toda campaña implica la formulación de promesas y la explicitación de sueños y anhelos, que delineen el futuro al que se aspira a llegar.
En este contexto, la esperanza –y concomitantemente el “cambio”- como concepto articulador en las estrategias de comunicación política, ha sido ampliamente utilizada. En la vereda de enfrente, se encuentra el paradigma del miedo, al que también muchos líderes y movimientos políticos han apelado a lo largo de la historia.
Al ser conceptos tan amplios, cada individuo le atribuye diferentes significados, lo que permite aglutinar a sectores heterogéneos bajo un mismo paraguas discursivo, algo central en la búsqueda de los necesarios apoyos para conquistar o mantener el poder.
Y además de ser usadas para “convocar”, también son herramientas muy útiles y poderosas para sostener gestiones. La esperanza y el miedo pueden ser emociones transversales a toda comunicación de gobierno.
Sin embargo, a menudo lo “nuevo”, en tanto desconocido e impredecible, provoca más temor que esperanza. Si bien no debemos minimizar la magnitud y la legitimidad de fenómenos políticos y sociales como –por ejemplo- las que encarnan los partidos europeos surgidos de los movimiento de indignados (Podemos en España y Movimiento 5 Estrellas en Italia), se trata de opciones que no han logrado plasmar en el voto ciudadano los vientos de cambio que le dieron nacimiento.
Esta actitud más cercana a sostener el status quo refleja indudablemente una reacción frente al cambio, o más precisamente una aversión al cambio, que se percibe primariamente como una “pérdida”, y que por ello suscita temor.
Por ello, vemos como -tanto en campañas electorales como comunicación gubernamental- a lo largo y lo ancho de todos los continentes, se siguen utilizando una y otra vez discursos y mensajes políticos con advertencias y amenazas, en ocasiones explicitas, otras veladas e implícitas, acerca de los males y consecuencias negativas que se derivarían del triunfo de tal o cual candidato o de las políticas de tal o cual gobernante.
A menudo, muchos se preguntan por qué se siguen utilizando este tipo de herramientas de comunicación política. La respuesta, para muchos perturbadora, es pragmáticamente muy simple: porque funcionan.