Una pregunta ingenua

Varias veces he dirigido a personas cercanas esta pregunta ingenua: ¿por qué hay ahora tantas personas que hacen lo imposible para salir del paraíso de Maduro, mientras millones y millones de personas de todo el mundo, durante dos siglos por lo menos, han soñado llegar al infierno del capitalismo occidental? Y si la situación se presta para hacerlo, agrego este complemento: ¿por qué lo que hoy sucede en Venezuela ya sucedió en el pasado en los países del Este europeo, y después en China, y después en Cuba?

Un avisado interlocutor me dijo un día que la respuesta es sencilla: para encontrarla, basta intercambiar el lugar de las palabras “infierno” y “paraíso”. Pero pienso que, si existen esos lugares, no es en este mundo donde tienen cabida: en la Tierra no hay paraísos ni infiernos, a no ser que hablemos del paraíso que es la naturaleza ecuatorial. Para mí, la respuesta no va por los lugares visitados por Dante en compañía de Virgilio, sino por otros dos lugares, relacionados entre sí, pero distintos.

El primero e inmediato es la realidad: no es que Europa Occidental y los Estados Unidos sean paraísos, porque también albergan sus trastiendas de horror; pero hay que admitir que, en esos lugares, un alto porcentaje de la población ha alcanzado niveles de vida mucho más que suficientes. Como contrapartida, en el otro extremo del espectro, si los niveles de vida fueron a duras penas suficientes (y aun menos) en la Europa del Este, faltó en ella la libertad (y faltó en absoluto), mientras las experiencias americanas no solo han privado a las personas de su amada libertad, sino que han terminado por privarles de lo más elemental.

El segundo lugar es la razón. Los países que han alcanzado prosperidad y estabilidad son aquellos que, con ayuda de la moral calvinista, se fundaron sobre el trabajo y el ahorro (con explotación incluida), pero preservaron la democracia puramente formal y su régimen de libertades ciudadanas. Los que fueron arrebatados por la fiebre revolucionaria, sustituyeron la diversidad del movimiento social por la unidad del “proyecto” revolucionario. Y al establecer la primacía de lo Uno sobre lo Diverso, no solo proscribieron las acciones contrarias, sino que llegaron a proscribir la opinión divergente. En forma inevitable, el propósito de imponer a la realidad el dominio de lo Uno, conduce a la tiranía.

Es indudable, sin embargo, que, si la Teoría de la Revolución pudo funcionar en el mundo moderno de los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del XX, dejó de funcionar al producirse la suma de transformaciones de la realidad que vino como cola de la estremecedora revolución cibernética. Sencillamente, hay que admitir que, al cambiarse la realidad, la teoría que busca interpretarla tiene que cambiar. Si no lo hace, está siempre condenada al fracaso.

Y por fin, hay que recordar las palabras de Albert Camus, el pensador de la felicidad: “ninguna idea puede justificar el sufrimiento de los inocentes”.

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