Los acólitos del zar Nicolás II prepararon la pomposa fiesta de coronación de la zarina (su esposa). El banquete oficial sería en el Palacio Sheremétev, con baile incluido, regalos, los mejores trajes, las joyas más caras, los diamantes más preciosos. ¿Y qué hacemos con el pueblo?, preguntó uno de sus confidentes. Con toda su bondad, el más poderoso de los hombres de entonces, decidió que los campesinos también tuvieran su fiesta, pero obviamente no sería en el Palacio.
Colgaron carteles en los árboles cercanos a las vías que conducían hacia las aldeas campesinas y en las estaciones de los trenes para invitar a la fiesta. Los organizadores calculaban que asistirían 400 000 personas y prepararon comida y bebida para esa cantidad, pero asistieron 700 000. Pueblo y campesinos fueron colocados en los campos de Khodynka, un amplio terreno que antes sirvió para entrenamiento militar. Habían cavado trincheras que no fueron tapadas.
Cuando llegó la hora de repartir la comida y la bebida, la gente se aglomeró para recibir la ración; los que estaban atrás empujaban desesperados. Los de adelante fueron aplastados por la muchedumbre, caían a los pozos en medio de los gritos y del pánico. Al día siguiente el campo se convirtió en un enorme cementerio. Más de 3 000 cadáveres fueron levantados y trasladados en carretas hasta las aldeas, otros fueron sepultados en fosas comunes. Trataron de esconder la tragedia, por eso los bailes en el Palacio no fueron suspendidos. Así fue el fatal comienzo del reinado del último dueño (zar) de Rusia, tal como lo cuenta Simon Sebag en su libro ‘Los Románov (1613-1918)’.
Ya no se llaman zares (palabra que etimológicamente proviene de César) pero acostumbran a creerse dueños del país, a decidir en nombre de todos los ciudadanos que habitan en “su” patria. Él sabe lo que es bueno para su pueblo y también ofrece banquetes, pero no en el Palacio. Ahí van solo sus más calificados invitados; la muchedumbre asiste a otros espectáculos y también recibe su ración, pero de manera organizada.
Durante toda la semana, como si fuera el Gran Hermano, nuestro zar contemporáneo nos habla de la felicidad, nos dice qué debemos ver en la televisión, qué escuchar en la radio y descalifica groseramente a quienes no comparten sus ideas.
Sus mensajes redentores son reproducidos mediante aparatos electrónicos o por medios convencionales. Él te dice si el programa que te dispones a ver es apto para la familia. Él te señala si lo que vas a comer contiene demasiada azúcar o tiene exceso de sal. Él te acostumbró a que seas feliz y te promete ahora felicidad sin límites ni restricciones; te pide el voto. El esquema funcionó 300 años en Rusia, en una isla del Caribe se acerca al siglo; otros países gobernados por el Gran Hermano también buscan la eternidad.