No hay que satanizarla. Pero cuando se perciben asfixiadas las cuentas fiscales, sin llegar a la insolvencia, por más morosidad en los pagos que contagia a la economía, con una próxima campaña electoral para los sufragios generales de febrero del 2017, tres líneas de conducta se evidencian en el actual Gobierno:
Una, intentar tachar y desacreditar –y si fuera posible criminalizar- a quienes reclamen deudas, decisiones u omisiones del Gobierno y/o de entidades del sector público.
Los casos recientes del Issfa, la Universidad Andina Simón Bolívar y de la Clínica Panamericana de Guayaquil, en tres áreas diferentes, son ejemplos de aquello. No es que si algo está mal, no se lo observe –debe hacérselo- y siguiendo los procedimientos jurídicos se lo supere, sino que en los hechos y declaraciones se privilegia desacreditar. Siempre serán numerosos los que caigan en el temor de ser agraviados o perseguidos, al no haber confianza en la institucionalidad jurídica del Estado.
Dos, entregar la operación de entidades del sector público, que recibieron elevadísimas inversiones con recursos públicos, a empresas de otros países, para que entre liquidez inmediata o a corto plazo al Gobierno. Esta forma de cuasi-privatizar, hasta hace muy poco cuestionada por el Gobierno, se la realiza ahora de apuro y con el riesgo de “a dedo”, de no haber concursos con la suficiente información para que pueda haber varios postores.
Y, la tercera, multiplicar la contratación pública para ejecución de obras y adquisición de bienes. No siempre se prioriza lo indispensable, lo que lleva al riesgo de “elefantes blancos” que ya hay algunos, o porque las obras no se concluyen o porque terminadas estas su uso no es eficiente.
Otro mal, no solamente en el actual Gobierno, pero potenciado en este, es que los precios de arranque –bajo varios artificios- se eleven significativamente, y no solo en porcentajes, sino en veces.
No es malo en época de crisis, generar oportunidades de trabajo, de haber financiamiento para las obras, o de ser posible su recuperación, porque activa la economía, pero lo esencial es la transparencia que -duele señalar- está ausente en la mayor parte de la gestión pública en el Ecuador.
Antes de la Asamblea de Montecristi, 2008, condiciones previas a la contratación pública eran los criterios de la Contraloría y la Procuraduría del Estado, pronunciamientos que permitían superar o solucionar oportunamente riesgos jurídicos y económicos, pero sobre todo transparentaban los negocios del Estado. Cuando en el secretismo imperante, se vuelve inocultable el tufo de la corrupción, en sus varias formas, las entidades de control, la Fiscalía y la Función Judicial son solo especies de salas de velaciones de lo que nunca debió darse.
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