Se escucha con frecuencia el término “legitimidad”, pero es quizá Max Weber el primero en darle un significado teórico, relacionándola a la dominación, “la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos)”, llamándola “autoridad”.
La dominación o autoridad se puede legitimar de tres formas, primero, la tradicional, por haber tenido desde siempre dicha autoridad, como los títulos nobiliarios en las monarquías; segundo, la carismática, cuando la autoridad descansa sobre la fe o la devoción afectiva que se le tiene a un líder; y, finalmente, la racional – legal, en que la obediencia a la autoridad proviene de la aceptación de la gente de un sistema de normas bajo las cuales esa autoridad ha obtenido ese cargo.
En las elecciones del pasado 2 de abril la diferencia entre la votación obtenida por los dos candidatos finalistas fue muy estrecha conforme se anticipaba y, si bien es usual e incluso explicable que quien pierde una elección, con mayor razón si ha sido por pocos votos, alegue la existencia de un fraude con el que ha sido perjudicado, frente a los hechos hasta el momento conocidos, no es descabellado pensar que así haya sucedido.
No hablo en este caso del silencio de la autoridad electoral sobre la cancha inclinada y el uso indiscriminado de bienes del Estado a favor de uno de los candidatos, con un grupo de medios, supuestamente públicos, defendiendo los “grandes logros” de la “revolución ciudadana”, mientras que, por otro lado, criticaban ferozmente al otro candidato. Tampoco me refiero a la campaña sucia en contra de la candidatura opositora ante la vista y paciencia del CNE. Temas también graves.
Me refiero aquí al conteo de votos, el cual ha sido impugnado por Guillermo Lasso, denunciando inconsistencias en un buen número de actas. A esto se debe sumar la caída del sistema informático del CNE por varios minutos, lapso en que se mantuvo a todos los ciudadanos desinformados y luego del cual, las posiciones de los candidatos en el conteo se habían invertido. Ahora bien, todo proceso electoral presenta ciertas irregularidades sin que lleguen a alterar el resultado final y todo sistema informático es susceptible de fallos sin que implique modificación de información. Sin embargo, ante la sospecha, ¿por qué negarse a transparentar? ¿Por qué, si el CNE y el candidato ganador están seguros de que el resultado del proceso corresponde a la realidad de los votos, no se permite que se lo compruebe a través de un reconteo?
Así, ante a un país atravesando una grave crisis económica y profundamente dividido, el mandatario que resulte elegido tendrá la legitimidad legal suficiente como para gobernar sin que se cuestione permanentemente el origen de su cargo y se ponga en continuo riesgo nuestra estabilidad.