A partir del lunes próximo, independientemente de quien gane las elecciones, el país empieza a salir de la década gobernada por Rafael Correa. Ese solo hecho implica un cambio importante. Hay que imaginarse que los dos candidatos que disputan la presidencia están conscientes de la realidad económica y de las implicaciones sociales que vendrán de las medidas que, inevitablemente, tendrán que adoptar para que el déficit fiscal -que se ha vuelto crónico- sea controlado y reducido; para evitar que el servicio de la deuda –interna y externa- sea tan alto que condicione las posibilidades no solo de inversión y desarrollo, sino del cumplimiento elemental de las necesidades fiscales, y, también, para salir de la situación institucional que vivimos como consecuencia de la concentración de poderes. Al contrario de lo que podría pensarse, la concentración de poder debilita a las instituciones, que dependen de la voluntad de una persona o de un grupo reducido de funcionarios que no mantienen la independencia indispensable, sin la que no podrá evitarse y castigarse la corrupción, una obligación ineludible del que resulte ganador.
La deuda pública está alrededor del 40% del PIB, al margen de la forma de contabilizarla. Su servicio ya significó 3.500 millones de dólares en 2016, casi el 10% del Presupuesto General del Estado. Su costo oscila entre 7,5% y 10,5%, entre 5 y 10 años de plazo, en condiciones mucho más costosas que la de Colombia, Perú, Chile o Bolivia. No es posible seguir abriendo huecos así para tapar otros. El inconveniente incremento del crédito del Banco Central es una pésima señal de la angustiosa situación fiscal.
Si la situación económica es tan complicada, las circunstancias políticas que los candidatos triunfadores deberán afrontar, atendiendo la necesidad ineludible de reinstitucionalizar al país, no lo son menos. Ninguno de ellos podrá gobernar como lo ha hecho el presidente Correa. Ni por las circunstancias ni por su propia personalidad. Ninguno podrá hacer lo que le de la gana. Los asambleístas deberán ser escuchados, la sociedad no será la misma ni tendrá la misma actitud pasiva. La realidad la despertará y la volverá participativa. El que triunfe tendrá que cumplir las promesas de reforma política e institucional que reponga el equilibrio en las funciones del Estado. No pueden seguir la polarización extrema y el enfrentamiento irracional. También en eso hay que cambiar: no solo los candidatos, también los ciudadanos. Si no ponen todos su parte, no se concretará el cambio, que requiere sacrificios y solidaridad. El 2 de abril no empieza ni termina la historia. El 2 de abril habrá un cambio. La sola ausencia del poder de Rafael Correa produce un cambio.
Quien triunfe, cualquiera de los dos, debe canalizarlo en función del país.