Es el nombre con que califican a esa extraña pandilla de incondicionales, que rodea nuestras casas, y no siempre se atreve a entrar. No es para menos. Han soportado los peores epítetos. O los mejores, según algunos. Suelen etiquetarse como borrachos, mujeriegos, vagos y encubridores… Son los amigotes. No cabe duda.
Nadie sabe cómo surgieron estas bandas inolvidables. Parece que emergieron en los colegios de varones, justamente porque sus instituciones –tan obsesionadas en rituales y sospechas- ignoraban al mundo de las amistades. Sin saber lo que se perdían.
Satanizados por familias, colegios, medios y sermones, los amigotes hicieron suyos las esquinas, parques, canchas, bares, billares… Preservaron un terreno de juventud sin edades. Y contra todo pronóstico lograron sostenibilidad. Ahí siguen los amigotes. A la intemperie muchas veces.
No es momento para mirar inclinaciones machistas o algo parecido. No ahora. Es momento para redimir esas compañías, visibles o escondidas, que circulan en la sangre. Para valorar todo lo aprendido con ellos… Resulta curioso, pero últimamente muchos estudios educativos reconocen el papel crucial del “aprendizaje fuera del aula”. Aluden justo al territorio donde asoman sus cabezas. Ellos. Los amigotes.
La escuela pierde poco a poco su carácter de único espacio de aprendizaje, mientras reclaman un papel los medios, las familias, las amistades inclasificables. Esos amigotes a quienes como dice el poeta Pessoa, no se escogen por la piel, sino por la pupila; por la cara lavada y el alma expuesta.
Aprender con estos tipos ha sido un privilegio. Aprender a disfrutar la vida, en yunta, sin intermediarios ni orientadores. A callar en los silencios de otros, a despedir alegremente las separaciones, a recibir con la vida abierta los retornos. Aprender a querer sin cálculo ni sobrentendidos. A punta de cariño e intuición, aun en las derrotas.
Estos seres -más niños que viejos, más jodidos que serenos, más insolentes que formales- siempre tuvieron un halo de misterio y alegalidad. Nunca nadie habló todo de todos ellos. Imposible. Son parte de la despensa que guarda lo mejor. Para encontrarlos hay que sacudir miedos, comodidad, pudor. Algo en ellos convoca a la irreverencia, al desplante, a la aventura, a la libertad. Con ellos se vive con adrenalina o no se vive.
No seríamos lo que somos sin los amigotes. Nos formamos también desde ellos entre realidades y fantasías. Aprendiendo a ser y a perdonar sin atenuantes ni escalofríos. Ya era hora de brindarles una palabra, un homenaje, un trago.
Finalmente, estamos en días de la amistad. Buen pretexto para encumbrar a los amigotes. Para apenarnos de lo que se fueron y estrecharse con los que quedan. Se han ganado un sitio en nuestras vidas. A pulso. Salud por los amigotes.
Me alegra saber que soy amigote de muchos de mis amigotes.