En un artículo recopilado en ‘La música de las letras’, su último libro, el escritor y filósofo español Fernando Savater, con desazón e incertidumbre, reflexiona sobre la educación cívica. Cree que, ante las injusticias y la violencia que imperan en el mundo, debemos plantearnos la búsqueda de soluciones eficaces: es un imperativo evitar los terrores que nos amenazan, combatir lo que detestamos sin destruir indiscriminadamente lo que ya hemos construido e impedir que los mejores logros de la civilización sean simples promesas o patrimonio exclusivo de alguna élites. “¿Por dónde empezar la revolución difícil pero necesaria?”, se pregunta, para responderse a sí mismo: “Pues bien, yo elegiría comenzar por la educación”.
Savater inicia su reflexión recordando una frase de John Kenneth Galbraith: “Todas las democracias contemporáneas viven bajo el temor permanente a la influencia de los ignorantes”. Esta ignorancia, propia de quienes se oponen a realizar el más simple sacrificio y secundan a los demagogos que les prometen “paraísos gratuitos o la revancha brutal de sus frustraciones”, no consiste en la falta de conocimientos. Es más radical y tiene que ver con el funcionamiento de la democracia: es la incapacidad para expresar “demandas inteligibles” o para comprender las formuladas por los demás, es el bloqueo que impide analizar los argumentos ajenos, es la “carencia de un mínimo sentido de los derechos y deberes que supone -e impone- la vida en sociedad…”
La democracia es un “ejercicio de humildad”. La educación cívica debe fomentar la tolerancia, respetar la infinita pluralidad humana y prevenir el fanatismo y la relatividad. El fanatismo no constituye una manifestación de firmeza o convicción. Es, por el contrario, un signo de inseguridad y de pánico ante el posible contagio, por la solidez de sus razones, de lo diferente. “Fanático es quien no soporta vivir con los que piensan de modo distinto por miedo a descubrir que él tampoco está tan seguro como parece de lo que dice creer”. El fanatismo -insiste Savater, recurriendo a una sentencia de Nietzsche- “es la única fuerza de voluntad de la que son capaces los débiles”.
El primer objetivo de esa educación debe ser el de enseñar a los ciudadanos a deliberar. “Preparar para la deliberación consiste en formar caracteres humanos susceptibles de persuasión: es decir, capaces de persuadir y dispuestos a ser persuadidos”. Alienar y adocenar las conciencias mediante una propaganda atosigante y maniquea, que busca anular la reflexión y lograr una adhesión ciega y fanática, propia de regímenes retardatarios y autoritarios, no es educar. Es necesario aprender a proponer sin imponer y a ceder sin sentir humillación. “La educación cívica tiene que intentar promover ciudadanos susceptibles de sentir y apreciar la fuerza de las razones, no las razones de la fuerza”, concluye el filósofo español.