Cuando la Fiscalía de Brasil inició una investigación sobre posible lavado de activos, conocida como Lava jato –lavacoches-, porque la sede de las posibles infracciones eran una gasolinera, en la que no se lavaban autos, pero funcionaba una casa de cambios en la que se sospechaba se lavaba dinero mal habido, nadie imaginó las proporciones que la investigación tomaría. Tampoco que derivaría en el escándalo alrededor de los contratos que Petrobras, la mayor empresa petrolera, tenía con las grandes constructoras brasileñas.
La más clara repercusión en la vida de Brasil, en su economía y su política, es el juicio iniciado contra la presidenta Dilma Rousseff, a quien no se acusa de las enmarañadas tramas de corrupción, sino de que violó normas fiscales, maquillando el déficit presupuestario. Es, claramente, un subterfugio político en que se fuerzan todas las normas que deben prevalecer en un régimen democrático. Es, para todo efecto práctico, un maquillado golpe de estado.
La denuncia que hace tan forzada la causa nace de un fundador del Partido de los Trabajadores, de 93 años, que la acusa de “dar la impresión de que todo estaba bien”, para exhibir un mayor equilibrio entre ingresos y egresos, cuando no era así. Esto, en el momento en que se discute en Brasil sobre una escandalosa trama de corrupción, es, evidentemente, una confabulación con otros propósitos.
En el gravísimo proceso que afecta a Brasil –no solo a su Presidenta ni solo a su partido- un actor principal ha sido el Presidente de la Cámara de Diputados, que afronta varias denuncias por corrupción, incluido el cobro de sobornos y ocultamiento de cuentas en el exterior. Tan débil es su posición, que después de impulsar el enjuiciamiento fue suspendido por el Tribunal de Justicia, al considerar que impedía la aclaración de los acusaciones en su contra. También la mayoría de los diputados y senadores que votaron por el ‘impeachment’ está acusada en la gigantesca red de corrupción alrededor de Petrobras. Tan graves y negativos resultan los congresos que con suma de votos atropellan normas básicas, como los incondicionales que permiten todo sin voltear a ver.
¿Hasta donde está respaldado éticamente el argumento utilizado por los diputados y senadores, hoy opositores y hasta ayer oficialistas? ¿Por qué se convirtieron en opositores radicales? Con el involucramiento de Lula en las investigaciones, Dilma perdió su blindaje.
Es posible que no se habrían atrevido a enjuiciarla si Lula mantenía ese simbólico estatus de dirigente humilde, esforzado y honrado, que sacó de la pobreza a 28 millones de brasileros. Al perder esa calidad, por las sospechas que le abruman, no solo no pudo sostener a Dilma, sino que la perjudica. Paradójicamente, su impulsor y sostén se convierte, sin pretenderlo, en su debilidad.