La más conmovedora historia noticiosa del mes pasado giró en torno a niños que lloraban al ser separados de sus padres en la frontera entre EE.UU. y México. Tras defender inicialmente las separaciones, el presidente Trump cedió a la presión pública y firmó una orden ejecutiva que le ponía fin. También en Europa los inmigrantes protagonizaron los titulares, cuando el nuevo gobierno populista de Italia y el de Malta, rechazaron el barco Aquarius, que transportaba 629 posibles inmigrantes.
Ese fue el telón de fondo de una reunión de la Unión Europea en Bruselas, en el que se llegó a un acuerdo de compromiso sobre la protección de las fronteras europeas y la selección de los inmigrantes.
Es muy pronto para decir cuánto daño causarán los gobiernos hostiles a los inmigrantes (y escépticos del cambio climático, la UE y las Naciones Unidas), pero ya podemos ver, en las guerras de comercio iniciadas por el gobierno de Trump, los efectos del creciente nacionalismo. Los gobiernos populistas de Hungría y Polonia están cambiando las cartas magnas de sus países de maneras que socavan la democracia.
Trump no será capaz de enmendar la Constitución de los Estados Unidos, pero sus nombramientos para la Corte Suprema cambiarán el modo en que se la interpreta, lo que puede acabar equivaliendo a lo mismo.
La cantidad de migrantes arribados a Europa sin permiso ha retrocedido a sus niveles anteriores a 2015, por lo que cabe esperar un regreso a la política que había en ese entonces. Pero en política la percepción lo es todo…
Los líderes políticos que desean actuar con humanidad hacia los solicitantes de asilo y otros potenciales inmigrantes se enfrentan ahora a un terrible dilema moral. O apoyan controles fronterizos mucho más estrictos para socavar el apoyo electoral hacia los partidos de extrema derecha, o se arriesgan a perder no solamente esa batalla, sino todos los demás valores amenazados por los gobiernos antiinmigración.