Todos conocemos que como sujetos modernos hemos heredado la supravaloración de la razón; supongo que también podemos intuir -como lo hiciera brillantemente Jean Francois Mattéi- que esta nos llevó a querer fundar la humanidad en su propia sustancia, indiferente a toda forma de exterioridad. Afirmado como sujeto absoluto, autocreado, no cabe duda, de que terminaríamos depredando la dimensión social. Así, la razón moderna (europea) rechaza lo que no puede reducir a sus propios esquemas como la racionalidad del Otro. Parte del uso crítico de la razón, enarbolada sobre todo en el Siglo de las Luces (el XVIII), fue la creación del humor. La razón crítica está indiscutiblemente ligada al humor y a su manifestación visual y textual: la caricatura. Daumier, por ejemplo.
Sin embargo, el humor/caricatura no es inocente; está cargada de racismos e intolerancias. Ya Freud había anunciado que debemos explorar los límites del humor, hasta donde puedes tocar, qué es o no pertinente. La caricatura está ligada con el crecimiento de la clase media y la capacidad de crear espacios de opinión pública. Es parte, además, de una tradición cristiana tridentina que cree a pie juntillas en el uso de la visualidad para ejercer poder. Su éxito radica, entonces, en la capacidad de difundir y socializar, y lo hace desde el afianzamiento de las tecnologías de reproducción.
Un punto más: la risa se construye entre dos.
Si la risa y el humor se construyen entre dos, cabe admitir que estos dos deben concebirse como similares, caso contrario el que se ríe del Otro ajeno, simplemente realiza una nueva práctica colonialista. Impone SU poder sobre el “burlado”. Hago mención al Otro burlado: el grupo islámico. La tradición islámica no concibe y veta el uso de la representación de su dios. La sacralidad de Mahoma se defiende en la no representación de su esencia en forma humana. Tampoco cabe el humor. Y esto merece absoluto respeto que parecemos desconocer en el ejercicio de nuestro poder tildándolo de “libertad de expresión”. Este término tampoco es universal ni absoluto y bajo ningún punto de vista puede ser extensivo a otras culturas que desarrollan otro tipo de ejercicios y creencias.
Me parece que es hora de empezar a sacudirnos del peso del equipamiento intelectual que nos viene de la Ilustración y que se consolida en el siglo XIX; es hora de espantar la pesadilla de este peso, como manifestara Charles Tilly. Entonces sí que seremos libres y no arrogantes con el Otro diferente. Entonces eliminaremos la noción de blindaje, de blindarnos (y burlarnos) ante el “enemigo” y empezaremos a crear diálogos. Por todo lo anterior y mucho más, yo tampoco “soy Charlie”. Este artículo se construye en diálogo con mi colega y amiga Malena Bedoya.