Pasé 11 años de mi vida en Iñaquito. No pueden imaginarse hasta qué punto fueron años felices, y fundantes, de intenso trabajo pastoral y un chorreo imparable de amigos que siguen ahí, vivitos y coleando, en el hondón del corazón.
Cuando tengo sed de sentido y de afecto acudo a ellos y en el recuerdo siempre encuentro el eco de una palabra, el regusto de un gesto, de un sueño compartido, capaz de iluminar mi vida y mis pasos.
A esa época fecunda pertenece mi experiencia del ABEI, un constante peregrinar de cuarto en cuarto, de cuerpo en cuerpo, de soledad en soledad, mirándolo todo con los ojos del corazón bien abiertos.
Allí comprendí (en estos tiempos en que el dolor y la muerte tienden a ser reducidos a algo clínico y aséptico), que los cuidados paliativos no solo alcanzan el cuerpo roto del enfermo, sino el corazón partido del que se sabe morir y ya no acierta a encender un lucero en la mañana.
En aquellos años, el ABEI fue para mí un espacio privilegiado de preguntas y respuestas. Por mi mente pasaron las luces y las sombras de la vida y de la muerte, del desespero y de la esperanza, cuando parece que todo se vuelve irrelevante y efímero y, al mismo tiempo, eres capaz de descubrir un rayo de luz en la mano que te acaricia y mece la cuna de tus sueños.
Algunas palabras piadosas sí dije. Nada especulativas. Siempre fueron palabras tiernas, humanas y comprensibles, apegadas al evangelio, pequeñas parábolas dictadas por la compasión. Pero, sobre todo, más que hablar, guardé silencio y sostuve la mirada cuando fue posible, no siempre, porque la vida termina, las más de las veces, con los ojos cerrados, mientras el alma se bate en retirada.
Allí, en el ABEI, comprendí que lo importante no es hablar, sino estar y acompañar lo que nadie acompaña, sobre todo cuando la codicia de la vida es más fuerte que el amor. ¿Por qué una madre saca adelante a cinco hijos y cinco hijos no son capaces de sacar adelante a una madre? Al alzar la mirada, en el dintel de la puerta, no vi a los hijos (urgidos, sin duda, por los reclamos de la vida y por el vértigo del tiempo), sino la silueta de una voluntaria.
Las interrogantes se responden según y cómo te ubicas, especialmente ante el dolor ajeno. En el ABEI contemplé mucho dolor, pero también mucho amor, sobre todo de la mano de mujeres que un buen día entendieron que amar al hermano era mucho más importante que vivir encerradas en la celda del egoísmo.
Cincuenta años de vida institucional son muchos y pocos al mismo tiempo… Dicen que el tiempo lo mide el dios Cronos de forma implacable. Los cristianos tenemos una sabiduría diferente: sabemos que la medida del tiempo la da el amor. Gracias, ABEI.