Nunca me he sentido más libre que cuando viajaba a dedo rumbo al sur, en el balde de una camioneta o en el techo de un camión, sintiendo en la cara el viento del desierto peruano o de la pampa argentina, a veces solo, a veces acompañado, casi siempre chiro, con toda la vida por delante, sin planes de vuelta ni calendario, abierto a cualquier destino.
Eran los años 70 y los mochileros se habían vuelto ya una figura común en los caminos de América Latina, tanto así que la palabra, de origen militar, pasó a designar a los jóvenes, en su mayoría gringos y gringas, pero también colombianas y argentinas y de otros lados, que viajaban con la mochila a la espalda, los cabellos largos y alborotados, la bufanda de motivos folclóricos y ese Southamerican Handbook que consultaban tanto como los libros de Carlos Castaneda.
Ecuador era un sitio de paso, pero había santuarios donde algunos se quedaban por más tiempo: Baños de Tungurahua, las playas de Atacames, Otavalo, donde el incienso se mezclaba con el aroma de la hierba y el frenético charango de la canción protesta. (Con el gancho del surf, Montañita pertenece a la nueva generación pues cuando la conocí, en 1980, solo había unas pocas casas). En respuesta a la guerra de Vietnam, la consigna era ‘peace and love’, justo deseo de una generación politizada, conflictuada, que buscaba en el mundo indígena el sentido de la vida.
Además, jalar dedo era la mejor forma de conocer personas y lugares insólitos. Una madrugada, en Jujuy, me hice amigo de una mochilera rubia de Buenos Aires, Elenita, que me fue llevando a admirar el espectáculo de la fundición del hierro en los altos hornos de Zapla. Hasta hoy recuerdo esos ríos de metal derretido al rojo vivo, chisporroteando al ser vertidos por los inmensos calderos. Luego, rumbo a Mendoza, comíamos sánduches de pan y uva gracias a los racimos que tomábamos de los viñedos y, sentados en las mochilas a la vera del camino, discutíamos sobre Borges, Cortázar y Sábato como dos profesores de Literatura.
Otra ocasión, saliendo de Rosario hacia Iguazú, me dio un aventón un camionero que parecía artista. Pues eso era: un músico de la orquesta sinfónica de Rosario que, para horror de su familia, había abandonado el cello para manejar un camión. Una manera más de transgredir la norma y buscarse a sí mismo.
O buscarle tres patas al gato, que de eso se trataba la vida. Él me dio la dirección de una hermana que vivía en Río de Janeiro con un carioca, todos gente generosa y alegre. Lo mismo pasaba en Italia, donde te invitaban de una al vino y la pasta.
Con esos antecedentes, ya imaginarán cómo me siento con el asesinato de las dos chicas en Montañita y todas las barbaridades que he oído luego, coronadas por esa funcionaria de Turismo que echó la culpa a las muchachas que viajan a dedo.
Son las/los curuchupas de siempre que se ubican exactamente al otro lado del espíritu libertario de la mochila.
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