Cuando escribo sobre ética no pretendo “enseñar” y menos “polemizar”, sino interrogarme a mí mismo y a los demás para aprender a vivir en medio de una realidad muchas veces ajena a la dignidad humana y al bien común. Nos guste o no, vivimos inmersos en medio de un mundo injusto y excluyente, violento y corrupto que, a pesar de las palabras políticas y de la alta diplomacia, afila sus aristas desde los intereses del mercado y del poder.
Cuando dialogo con algunos buenos amigos, representantes de la “ética laica” capto con frecuencia una cierta vena polémica y una evidente simplificación de la tradición cristiana en la que yo me muevo o trato de moverme. La verdad es que me cuesta verme reflejado en sus apreciaciones. A pesar de las diferencias, me consuela mucho el saber que, creyentes o no, tratamos de buscar la dimensión ética de esta sociedad en la que vivimos y, a veces, convulsionamos.
Acepto, con enorme paz, el hecho de que los hombres no necesitaron que llegara el cristianismo para plantearse los problemas morales. De aquí mi insistencia en que la defensa y promoción de la ética nos una por encima de nuestras legítimas diferencias. Al final, blancos, indios o negros, todos experimentamos la fragilidad humana, el hambre de amor, la exigencia del bien y de la compasión.
A la hora de construir un Ecuador mejor y frente a un proceso electoral tan fragmentado y dividido, surge con fuerza la exigencia de buscar un destino común, necesariamente plural e intercultural, pero profundamente trabado desde la ética, desde la búsqueda del bien. Me entristece ver cómo la política (los políticos) manipulan la verdad, el respeto, la libertad e, incluso, la misma compasión, en función de sus intereses inmediatos. No se promueve lo que nos une, sino lo que nos separa y encrespa.
La política puede ser pilotada por la voluntad de poder y, por lo tanto, manipulada. La ética, por el contrario, se mueve en el horizonte de la libertad y entiende que todo poder está al servicio de la persona.
Digo estas cosas porque los tiempos que se avecinan son propicios a la manipulación y al sofisma, al engaño y a la promesa incumplida, al irrespeto y a la destrucción del diferente. Una campaña electoral no puede ser una batalla despiadada en la que todo vale con tal de ganar.
Se necesita la mesura de la ética, pero también de la cortesía, no exenta de humor, de agudeza y de ironía. Muchos de nuestros piadosos discursos a los jóvenes entran en contradicción con nuestras prácticas para conquistar y mantener el poder.
Ellos advierten nuestras contradicciones y, lo que es peor, las reproducen en su vida diaria. También ellos se cuestionan: ¿Será que todo vale? Si así fuera la verdad no existiría. Quizá los políticos tengan demasiada prisa para plantearse estas cosas y las urgencias sean otras… Tengan cuidado. Las mayores derrotas no están en las urnas.
jparrilla@elcomercio.org