La OEA

La Asamblea General de la Organización de Estados Americanos en Bolivia ha confirmado el empobrecimiento de la política regional, dentro y fuera de esa organización, y el triste papel del Gobierno de Venezuela.

Mientras se aprobaba la Carta Social de las Américas, el discurso del Presidente anfitrión denunciaba que la OEA estaba al servicio del imperio y no de los pueblos; Rafael Correa, el único otro mandatario en una reunión propia de cancilleres, se hacía presente para arremeter contra el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, particularmente contra la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. Es decir, mucho hablar de reconocer derechos a sus pueblos pero sin disposición de garantizar su materialización ni permitir que los afectados en sus derechos ejerzan recursos legítimos para reclamarlos. Y tanto peor si se trata de derechos políticos.

El Gobierno venezolano, que ya ha anunciado varias veces que está por retirarse del sistema interamericano de protección de derechos humanos, ha sido el más radical y abiertamente negado a aceptar el escrutinio internacional del cumplimiento de su función de garante de los derechos ciudadanos, que de modo tan preciso establece nuestra Constitución. Volvió en Cochabamba sobre sus propuestas más extremas para señalar, en voz del canciller Nicolás Maduro, que la Comisión es un poder inquisitorio, un organismo en decadencia.

La propuesta de reformas que llegó a la Asamblea en el informe del secretario general y el silencio ante las descalificaciones de la Comisión por parte de los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Bolivia hablan muy mal de la política regional y de los gobiernos democráticos con pretensión de liderazgo de aquellos países que tienen las más recientes y traumáticas historias de represión. Sería muy grave que, como ocurrió con la cláusula democrática de Unasur, se dejara ganar terreno a la idea de Correa de inventar alguna instancia que sería una suerte de mecanismo de protección de los derechos de los gobiernos interesados en silenciar ciudadanos y sus constituciones.

Lo que es verdaderamente decadente es que el Gobierno de Venezuela esté desempeñando un papel tan destructivo.

Desde los primeros años de la creación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, nuestro país contribuyó con el empeño de notables intelectuales y juristas ¬Rómulo Gallegos, Andrés Aguilar, Carlos Ayala Corao- a fortalecer, en circunstancias regionales muy difíciles, un sistema pensado para proteger a los ciudadanos frente a los abusos del Estado.

Ese es el papel que corresponde a un gobierno genuinamente democrático y comprometido con el bienestar de su pueblo. Eso es lo que no tenemos.

Suplementos digitales