Cuando hace días fueron aprobadas algunas reformas a la Constitución, la actuación de un asambleísta me trajo a la memoria la carta que, en 1553, Íñigo de Loyola dirigió a los jesuitas sobre los tres grados de obediencia: el primero consiste en ejecutar lo mandado; el segundo en hacer propia la voluntad del superior; y el tercero, en sentir como el superior y creer verdadero lo que él declara, es decir abolir la libertad de pensar con criterio propio para acogerse a la libertad de hacer suyo el ajeno.
Esta doctrina, que mucho tiene que ver con la relación entre fe y razón, bien puede ser norma de conducta de una orden monástica como la Compañía de Jesús, pero no cabe trasladarla a otros campos de la libertad individual como aquellos que se relacionan con la política. Mas, parece que en el Ecuador de nuestros días, cuando se quiere hacer de una ideología política una especie de religión de estado, quien ostenta el poder estaría guiado por la pretensión de conseguir que todos los ecuatorianos, además de pagar abultados y crecientes impuestos, practiquen el tercer grado de obediencia, como una cuota de libertad individual ofrendada en el altar de “patria, socialismo o muerte”.
De allí que no puede soportar el disenso o la indisciplina. Quiere que los suyos no solo anhelen lo que él anhela, aún sin comprenderlo, sino que les pide hacer propia la voluntad del líder y dejar que decida por todos. Los castiga para disciplinarlos y ayudarles a poner en práctica esa conducta que se resume en la máxima: “la verdad es lo que el líder dice”.
Si bien ese criterio puede ser, con abundancia de razones, criticado por pernicioso y contrario al respeto de la libertad individual, se podría alegar que los que han plegado al movimiento del Gobierno y tomado partido en favor suyo, han dado muestras de aceptar someterse gozosos a ese tercer grado de obediencia que elimina sus voluntades y las incorpora a la voluntad del líder para aglutinarse en esa “voluntad de poder” que todo lo puede si se obedece ciegamente.
Pero pretender que todos los ecuatorianos comulguemos con esa rueda de molino como una hostia sacrílega para someternos al yugo de la uniformidad lograda al coincidir con el criterio oficial, va más allá de lo que cabría aceptar en un estado democrático.
¡No y mil veces no! Preferible es protagonizar la tragedia de equivocarnos al escoger libremente, que acertar por haber encargado a otro que tome decisiones en nuestro nombre. Los ecuatorianos no queremos una religión de estado en la que sea un individuo mesiánico el que hable por nosotros y por nosotros decida. Queremos una organización social en la que no exista el peligro de una tiranía originada en los mecanismos imperfectos de la democracia. Queremos, en definitiva, ser y seguir siendo mujeres y hombres libres.
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