Por qué obedecemos

El término "obedecer" describe la actitud con la cual respondemos a requerimientos de parte de alguien que tiene el poder para ofrecernos o negarnos beneficios o para imponernos castigos, es decir, para imponer su voluntad sobre nosotros. En ese sentido, la obediencia es absolutamente distinta de la acción libre y voluntaria: cuando una persona en la calle nos pide direcciones, y se las damos, no le estamos "obedeciendo". Podríamos negarnos a dárselas, y la persona podría molestarse por ello, pero habremos cometido un acto de descortesía o de poca amabilidad, no de "desobediencia".

La obediencia puede a su vez ser voluntaria, o no. La voluntaria es aquella que brindamos convencidos de que hacerlo nos traerá beneficios: por ejemplo, cuando obedecemos al semáforo en rojo. Al contrario, la no voluntaria es aquella que brindamos no obstante el convencimiento de que al obedecer vamos a sufrir algún costo, pero pensando que éste será excedido por el beneficio de obedecer: por ejemplo, cuando entregamos la billetera a un asaltante.

¿Por qué obedecemos? La respuesta evidente es que lo hacemos por simple miedo a las consecuencias de no hacerlo. En el caso de la obediencia voluntaria, miedo a chocarnos si no paramos en el semáforo en rojo. En el caso de la obediencia involuntaria, miedo al golpe del asaltante. En cualquiera de los dos casos, nos hace obedientes la conciencia de potenciales consecuencias negativas.

¿A eso se reduce la vida? ¿A la obediencia por miedo? ¿Es el miedo el único motivante legítimo al que pueden y deben recurrir las figuras de autoridad para lograr comportamientos socialmente deseables? Quienes valoramos la libertad decimos que no. Concebimos un mundo en el cual la imposición por miedo de unos sobre otros, o de reglas y normas sobre todos nosotros, no tiene por qué constituir el límite de la experiencia humana. Vemos cuánto más valiosa resulta la vida cuando damos direcciones en la calle a una persona desconocida, no porque pueda hacernos algún daño si no lo hacemos, sino porque nos nace libremente, y nos complace, ser amables.

No desconozco la necesidad de reglas y normas. Como ha escrito Ronald Heifetz, "La vida social depende de la autoridad". Pero la vida social puede ser infinitamente más rica y satisfactoria si da cabida a la expresión libre -no por obediencia- de las ideas, sentimientos y actitudes de todos nosotros, dentro de límites impuestos no desde afuera, sino que nos imponemos nosotros mismos, libre y voluntariamente, por respeto.

Hay quienes nos dicen que pensar así es soñar en utopías irrealizables. Ellos seguirán buscando imponernos qué pensar y cómo hacer. No comprenden, talvez porque no la conocen, la simple belleza del amor, que es la manifestación más pura de aquello que sentimos libremente, y nunca por obediencia.

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