‘Que hable el soberano”, “el mayor acto de la democracia es dejar que el pueblo se exprese y decida”, “Su voz tiene que ser obedecida”, “las decisiones del soberano son legítimas y legales”, son algunas de las tantas afirmaciones de los voceros oficiales al respecto del tema de la consulta popular en ciernes.
Por supuesto que la palabra del pueblo es un mandato definitivo para el gobernante. Es cierto también que uno de los aspectos centrales de la democracia es consultar a la gente. Es más, todo gobernante demócrata debe ‘escuchar’ permanentemente a la ciudadanía. Su aliento, apoyo, pero también su crítica, su reclamo. Para esto debe activar con creatividad múltiples canales. La consulta, el referendo, el plebiscito son mecanismos idóneos. Los hay otros.
Sin embargo, para que estos instrumentos sean idóneos, legítimos y útiles deben corresponder a una adecuada construcción técnica, a un impecable manejo ético y a un proceso político delicado y responsable que efectivamente permita que la voz del ‘soberano’ sea aprehendida y escuchada
En la historia y en la cotidianidad se ha demostrado que hay ‘consultas’ y ‘consultas’. Unas bien diseñadas y transparentes que canalizan los puntos de vista de los consultados. Otras tramposas y manipuladoras que no han hecho sino validar o legitimar la voz del consultante.
Cientos de técnicos y políticos de organizaciones sociales y de ONG, que hoy temporalmente están dentro del Gobierno recordarán que más de una vez fueron convocados en algún momento del pasado a reuniones de ‘consulta’ de parte de algún organismo multilateral o gubernamental en el que presentaban su propuesta para ‘enriquecerla’ con los aportes de los ‘consultados’, mas finalmente, después de algún tiempo, publicada la propuesta no se veían por ningún lado los ‘aportes’. Estaba intacta la versión inicial, pero con la respectiva referencia de haber sido validada por la ‘participación ciudadana’.
Muchos gobiernos han convocado consultas para bañarse de popularidad y legitimidad. La última de noviembre del 2006 preguntó si los ecuatorianos queríamos o no una educación y salud universal y de calidad. Obviamente la respuesta no podía ser otra que ‘sí’, con lo que aquel Gobierno salió con un triunfo pírrico bajo el brazo.
Las preguntas de una consulta popular deben ser claras, sencillas, imparciales, directas y pertinentes. Al mismo tiempo deben permitir la comprensión y discernimiento cabal de los preguntados.
Si el ‘soberano’ en el Ecuador está compuesto de 800 000 analfabetos y de 6 millones que no han culminado la educación primaria y secundaria, ¿será capaz de responder informada y conscientemente a una consulta compuesta por preguntas y anexos tan complejos que se requieren de sesudos conocimientos jurídicos y constitucionales?
Responda usted: Sí o no.