Para una espera de 35 años, varios accidentes aéreos en medio de la ciudad, el cuento del nuevo aeropuerto de Quito, más parece ser uno con final indeterminado, que uno en el que todos fueron felices por siempre. Tantos años nos tomó, tanto crujir de dientes desató, hasta los delirios de aquellos que querían dividir a Quito entre sus amigos y sus enemigos, que se esperaba un desenlace mejor. Nosotros -los incautos- creíamos que todo eso iba a quedar atrás cuando la monumental obra nos deslumbraría a propios y extraños y nos haría olvidar la larga espera, casi como cuando en un parto, las hormonas despedidas en el mismo le hacen olvidar a la madre el dolor profundo que sintió.
Cuando el alcalde Augusto Barrera hizo el anuncio de que se renegociaría la obra con el concesionario, porque eso le iba a ahorrar a la ciudad aproximadamente 600 millones de dólares, su anuncio fue acogido positivamente. Sin embargo, al constatar la magnitud de la obra, el tamaño del terminal (27% más pequeña que el antiguo aeropuerto) y algunos otros aspectos deficitarios del lugar como la escasez de espacio de espera y la demora que se produce al retirar las maletas, no hay forma de no llegar a la triste conclusión de que el mentado ahorro se tradujo en la construcción de una terminal más pequeña, con menores espacios para la espera de pasajeros y menos mangas. Lo cual hace que ya de por sí, al momento de su inauguración, el aeropuerto requiera de una ampliación, lo que es un sinsentido y debiera al menos desatar una protesta ciudadana, cuando la ciudad ha esperado tanto por esta obra crucial.
Sí, es cierto, que el aeropuerto cuenta con la pista de aterrizaje más larga de A.L. y eso de por sí, a quienes volamos en el medio de los Andes, nos da tranquilidad. Pero no deja de extrañar que frente al aeropuerto amplio y cómodo de Guayaquil, el nuestro siga siendo pequeño y distante del imaginado, como confirmación de que nos sigue rondando la lógica de la ciudad chica que solo merece soluciones temporales e insuficientes. A tal punto ha llegado el malestar, que los quiteños le rehúyen a ese día de la semana en que tienen que ir por trabajo a Guayaquil para evitarse el vía crucis.
Los propios estándares de eficiencia en la construcción de obra pública de este Gobierno deberían aplicarse a Quito para resolver inmediatamente la situación de caos crónico que están sufriendo los valles de Tumbaco, Puembo y Pifo. Varias medidas se pueden adoptar, empezando por una efectiva labor policial en el Chiche o soltar el cuello de botella del Túnel Guayasamín.
Eso le ayudaría a Quito a salir del atolladero desesperante en el que se encuentra, pero además le daría oxigeno político al proyecto oficialista, para que se mantenga en la Alcaldía en las próximas elecciones seccionales del 2014.