Vladimir Putin está experimentando la gloria del héroe victorioso. Esa es una sensación muy poderosa que genera cierta adicción y tiende a repetirse. Más del 70% de los rusos apoya la reconquista de Crimea. Retrospectivamente, juzgan con benevolencia la sujeción por la fuerza de Chechenia y el zarpazo dado a Georgia por los territorios de Osetia del Sur y Abjasia.
¿Renace la Guerra Fría? En modo alguno. La Guerra Fría fue un episodio del siglo XX impulsado por una ideología universal de conquista, el marxismo-leninismo, que no era nacionalista sino internacionalista, utopía basada en la superstición de la lucha de clases y en el supuesto parentesco que vinculaba a todos los trabajadores del planeta frente a los capitalistas opresores.
El marxismo-leninismo, sustento de la URSS, era una disparatada construcción, intensamente racional que, tras arruinar a medio planeta y dejar cien millones de cadáveres sobre el terreno, acabó por implosionar como consecuencia de sus propias deficiencias y contradicciones cuando Gorbachov intentó rectificar los “errores”. No eran errores en la ejecución del proyecto. La teoría completa carecía de sentido. No se podía rectificar. Había que sustituirla. Esa fue la ingrata y gloriosa tarea que le tocó a Boris Yeltsin. Esto que hoy ocurre es más emocional y ancla en unas actitudes anteriores al marxismo-leninismo. Dicho en lenguaje metafórico: el marxismo-leninismo congregaba a las personas tras ideas equivocadas. Era un mal de la cabeza. El nacionalismo las junta tras emociones compartidas. Es un mal del corazón. (En realidad el nacionalismo también es un mal de la cabeza, en la medida en que la sensación física de amar a la patria, ese estremecimiento que provocan los himnos, es la consecuencia de la acción de ciertos neurotransmisores encaminados a unificar a las tribus para lograr su supervivencia).
Los rusos, con Putin en el puente de mando, tratan de reeditar la gloria del viejo imperio construido por los zares. Hay que tratar de frenar este espasmo imperial. El nacionalismo, cuando se exacerba, como demostró Hitler, puede ser letal.
En Rusia, la mayor nación del planeta, que duplica el tamaño de EE.UU., Canadá, China o Brasil, vuelven a oírse el peligroso argumento del “espacio vital” o del supuesto derecho de los Estados a proteger a personas de misma etnia en diferentes países.
¿Qué puede hacer EE.UU. ante la actitud de Rusia? Primero, entender que el Moscú poscomunista no es antioccidental. Ya no busca el dominio del mundo sino restablecer la grandeza de Rusia y su rol de potencia. Algo así sucedía en el siglo XIX, cuando Rusia unas veces se aliaba a algunas potencias europeas y otras reñía con ellas. Segundo, mantener afilada y creíble a la OTAN. El razonamiento de Stalin tras la II Guerra vuelve a tener vigencia en Rusia. El padrecito Stalin pensaba que la seguridad de la URSS dependía de una zona de protección en el Este de Europa que comenzaba en los países Bálticos y no concluía hasta Bulgaria.